Varias veces me había preguntado cómo sería el interior de esos contenedores de basura soterrados. Oscuros, sucios, malolientes, ¿no? Parece obvio. Pero siempre quedaba una duda. ¿Qué más podría haber ahí abajo? ¿Una foto rota por celos? ¿El juguete de un hijo que murió? ¿Un trozo de carne humana de dudosa procedencia? También habría insectos. Muchos insectos y gusanos retorciéndose entre los desperdicios, dando fe de que la vida resiste y se abre paso a cualquier precio.
También me preguntaba si se podría vivir allí. Una vez superado el olor y las primeras infecciones, ¿quién sabe? El cuerpo podría llegar a acostumbrarse. No faltaría comida. Y las continuas pero más o menos agrupadas veces que se abre la puerta para recibir basura serían el entretenimiento perfecto. No me costaba imaginarme a una civilización subterránea que se hubiera adaptado a encontrar sustento en nuestra basura. Toneladas y toneladas de materia orgánica les ahorrarían la caza de roedores o topos. Y con los objetos podrían fabricar utensilios. Pensé que nuestro olor, o la ausencia del mismo, les resultaría insoportable, y no entenderían conceptos como los cuartos de baño, el jabón o el agua de colonia. Algunas noches, justo antes de que pasara el camión de la basura, sentía una especie de alboroto inaudible, como si ahí abajo se afanaran por recopilar los últimos hallazgos antes del siguiente vaciado. En los vertederos se habrían desarrollado sus urbes, donde tendrían costumbres y gustos diferentes. Los urbanitas de vertedero no serían capaces de concebir una vida tan poco estimulante como la de un solo contenedor. Mismas basuras, mismos olores, dirían entre risas. En su mundo primaría el olfato. Todo su arte, su literatura y su filosofía se asentarían sobre el olor. Sus escalas cromáticas se basarían en rasgos olfativos. Su música traería al recuerdo olores intensos o peculiares.
Día tras día me fui sumergiendo en su mundo lleno de impureza y mezcolanza, como si fuera un batido de albóndigas con pañales sucios. Una vez que logré descorrer la espesa cortina del asco, pude entender la grandeza de su reino y quedé marcado. Ellos, de hecho, parecían enviarme señales. Algunos días me encontraba con un objeto que había tirado el día anterior junto al contenedor. Otras veces dejaba caer la bolsa y no escuchaba el impacto contra el fondo, acaso porque ellos estaban usando su tecnología para evitar que terminara de caer.
Una mañana, mientras la tapa se cerraba detrás de la bolsa, sentí que algo se enganchaba de la cremallera de mi chaqueta y tiraba de mí hacia abajo. Todo sucedió como a cámara lenta. El jalón en la chaqueta, la puerta abriéndose de nuevo, mi esposa volviendo la cara, incapaz de terminar de verme engullido por el cubo de basura.