Rocky Balboa

Rocky Balboa | emartos.es

A Antonio Moreno.

Tras uno de sus baches emocionales, Rocky Balboa se encuentra fuerte y animado. Quiere salir a correr y entrenar con el frío de la mañana. Adora las peculiares calles de su Filadelfia natal. Se enfunda su chándal gris y sale trotando de su casa. A los pocos metros, un grupo de pandilleros de corta edad lo abordan:
Illo, Rocky, ¿tienes hora?
—Las diez y cinco —responde sonriendo.
—¡Por el culo te la hinco! —responden varios de ellos.
Rocky los ignora. Sabe que siempre le están vacilando porque quieren ser como él. Un semental italiano.
—Rocky, Rocky, illo, párate, que te tengo que desí una cosa —insiste uno de los macarras juveniles.
—¡Al carajo ya, hombre! —intenta zanjar el púgil.
Los niñatos lo persiguen sin descanso. Conforme van cruzándose con otras pandillas, sus componentes se van uniendo a la persecución y jalean a Rocky llamándole cosas feas y soeces. En un intento de zafarse, Rocky acelera como un gamo perseguido por leones, pero su resistencia no es infinita. Cree que subiendo una escalera muy larga, conseguirá despistar a los pandilleros, que no suelen ser demasiado inteligentes. Pero se equivoca. Una vez en la cima, y ya agotado por completo, los pandilleros suben corriendo y lo rodean.
Illo, Rocky, qué reloj más guapo.
—Dame el peluco, illo.
—¡Illo, que me des el peluco ya, me cago en to tus muertos!
Son menores y la ética de Rocky le impide golpearlos. Uno de ellos le agarra el reloj y empieza a tirar con violencia. Al soltarse, el macarrilla cae al suelo y se golpea la cabeza. Empieza a brotar sangre de su cabeza mientras convulsiona.
—¡Lo siento! —exclama Rocky con media boca.
—¡Illo, que lo ha matao! —exclama un pandillero.
Rocky empieza a recibir golpes por todas partes. Ponderando su ética y su propia supervivencia, decide empezar a repartir hostias como panes. Los canis van cayendo al suelo sin dificultad, pero cada vez vienen más. Algunos golpean con puños americanos. De pronto, distingue el brillo de una navaja. No puede correr hacia ninguna parte porque no le quedan fuerzas y está rodeado. Rocky se emplea a fondo y grita mientras golpea. Una horda de canis alfombra ya el suelo, pero siguen llegando más. Rocky grita pidiendo ayuda mientras los pandilleros se le cuelgan del pescuezo y lo obligan a arrodillarse.
—¡No hay dolor! ¡No hay dolooooooor! —exclama Rocky.
De pronto se hace el silencio. Los canis empiezan a retirarse. Sirenas de la policía se acercan desde una lejanía insondable. En el suelo solo queda un chándal gris y un enorme charco de sangre.