Llevaba mucho tiempo queriendo, deseando, anhelando con todo su ser dominar el arte de la palabra. No se trataba de escribir mejor o peor, con más soltura o un estilo más elegante, sino de lograr que la palabra escrita tuviera un efecto inevitable y único en el lector. Si quería que llorase, éste debía llorar; si quería que riese, debía reír; si quería que se enfureciera, debía enfurecer. Se dice que lo consiguió. Fue tal su maestría que logró que un joven asesinara a sus padres tras leer un cuento compuesto justamente por cincuenta palabras. Tras ese grotesco incidente, fue juzgado y condenado a prisión en uno de los procesos más surrealistas y peculiares que ha vivido la judicatura de cualquier país moderno. En los lentos años de la cárcel, tuvo tiempo de perfeccionar su técnica. Y así, pronto reunió a un fiel séquito de sirvientes que le procuraban cualquier capricho y le proporcionaban protección. Pero su ambición, combinada con la sed de venganza contra la humanidad, urdieron un plan mucho mayor. Pasó noches sin dormir, horas encadenadas consagradas a un texto que se le resistía como ningún otro. Un texto que mutaba, se retorcía y chillaba atormentado en el silencio de las horas bajas. Un texto que atemorizaba a los reclusos más violentos. Un texto que un día, a una hora precisa, dejó de cambiar y quedó terminado. Se lo entregó al carcelero, que lo leyó y se lo entregó al alcaide, que lo leyó y lo transcribió y se lo envió a cientos de personas. Y cada una de ellas hizo lo mismo, y pronto no quedó nadie que no hubiera leído ese texto misterioso. El texto contenía una orden y un efecto. La orden era reproducirlo. El efecto, no sentir nada. Y así fue. Nadie pudo sentir nada al leer el texto. Ni rabia, ni pasión, ni lástima, ni asco, ni siquiera indiferencia. Nada. Nadie pudo volver a sentir nada jamás. Y él, medio tumbado en su catre, estaba ya seguro de ser la única persona en el mundo que había sentido algo al crear ese texto, al leerlo paladeando cada palabra con lentitud, al recordarlo como se recuerda el sexo profundo.
Con soberbia.
Microrrelato incluido en Lapso.