Cornudo

Cornudo

La descubrió poniéndole los cuernos en la casa de campo. Hacía tiempo que sospechaba que se pasaba por la piedra a todo el que podía, pero esta vez lo estaba presenciando. Asomado tímidamente por la ventana del dormitorio, vio cómo disfrutaba largamente del acto con ese desconocido. Sus gestos, su generoso abrirse hasta extremos difíciles de creer, le resultaban del todo ajenos. Sintió frustración y asco y miedo, pero en el fondo, también, algo de placer. Estaba disfrutando viéndola disfrutar. Así que los dejó terminar y esperó a que el tipo se fuera. Despacio y en silencio, se deslizó hacia el interior de la casa y le quitó la ropa, sabiendo que allí no tenía nada más. Se guardó las llaves, y justo cuando salía de la ducha, la empujó hacia el exterior y cerró la puerta.

—Ahí tienes, para que te tapes —dijo, tirándole a los pies una manta. —No vales ni para cornudo —le dijo ella sonriendo mientras recogía la manta y se lamía los dedos con gesto lascivo. —¿Quieres las sobras, o no te ves capaz?

Incapaz de soportar la tensión del momento, se metió en el coche y se fue a toda prisa, abandonándola en medio de la noche. Justo enfrente vivía, en una mansión impresionante, un hombre que la codiciaba desde hacía tiempo. Dio la casualidad de que uno de sus lacayos estaba en el jardín y había presenciado la escena. Sin dudarlo, salió a por ella, la invitó a entrar y la acomodó en un salón lleno de lámparas y alfombras y pieles caras. Ella no preguntó porque la incógnita era mejor que estar desnuda en la calle. Allí, al menos, no hacía frío y le habían dado algo para taparse. El señor llegó y la miró sin ocultar su deseo. Ella sonrió.

—¿Y su marido? —preguntó mientras se sentaba.
—¡Mi marido es un cornudo! Hablemos de algo interesante.
—¿Vamos a mi habitación? —preguntó él.
—Un tío directo… me gusta.
Así, sin saber su nombre, fue tras él y se desnudó sobre su cama, esperando recibirlo de una forma o de otra. Ella tenía sus preferencias, pero teniendo en cuenta la situación, estaba dispuesta a dejarse hacer.
—Ponte boca abajo y cierra los ojos —le ordenó. Su tono había cambiado.
Sin saber por qué, obedeció. Mientras lo escuchaba caminar alrededor de la cama, empezó a ponerse tensa. Se le pasó por la cabeza irse, pero justo en ese momento sintió cómo se le tumbaba encima. Estaba desnudo. Empezó a tocarla de una manera aleatoria y a jadear ansiosamente. Estaba incómoda, pero algo frenaba su instinto de huir.
—¿Puedo mirar ya? —preguntó con un hilo de voz.
—Calla. Tú aquí ya no pintas nada —le respondió bruscamente.
Otras manos empezaron a tocar sus pechos. Abrió los ojos y vio a varios desconocidos desnudos que la miraban. Uno de ellos la estaba acariciando. Otras veces había participado en orgías, pero esto era diferente. Intentó zafarse, pero la sujetaron con fuerza. El miedo la llenó aún más que esos miembros duros y ajenos que la penetraban una y otra vez. Quiso gritar pero no pudo.
—¡Sonríe! —le ordenó el dueño de la casa— Me gusta cuando sonríes. Eres naturalmente lasciva. Sonríe o te arrepentirás.
Una lágrima se le resbalaba sobre una sonrisa inestable.
—Así no me sirves —dijo el dueño antes de terminar. Se puso un batín y salió de la habitación.
Los invitados comenzaron entonces un violento festín carnal en el que ella no era más que un objeto. Uno a uno, terminaron sobre ella y fueron abandonando la habitación. Bañada por la luna, violada en el sentido más profundo de la palabra, no se atrevía ni a sollozar.
La puerta se abrió de golpe y el dueño se tiró encima, apuñalándola con rabia.
—El cornudo de tu marido me lo agradecerá mañana —dijo al aire mientras la arrojaba, inerte y quebrada, frente al portón de la casa de campo.