A Delicia Trolera y Motarrd 3 por inspirarme este relato justo aquí.
Te despiertas desorientada. Has tenido sueños inexplicables y pegajosos. Lo último que recuerdas es un fuerte dolor en el abdomen. Una fuerte luz te ciega mientras los murmullos apagados se van haciendo más audibles. Escuchas palabras sueltas. «Operación», «cicatriz», «analgésico», «hay prisa». Poco a poco, vas reconociendo la cocina de tu casa. Intentas moverte sin éxito, como si tus brazos y tus piernas no te pertenecieran. Figuras difusas se mueven de un lado para otro.
—¡Se ha despertado! ¡Dale más caña, corre!— exclama una voz de anciana.
Te ponen una mascarilla que apesta a grifa y te duermes. Cuando vuelves a despertar, sientes un dolor aún más fuerte en el estómago. Tienes la boca seca. Quieres beber, pero parece que no hay nadie más en la habitación. Intentas gritar. Solo te sale un murmullito como de gato. Clavado en la tabla de cocina, un enorme cuchillo ensangrentado.
—Es una hoja de Damasco de 250 capas con empuñadura de cocina —dice una voz masculina—. Lo forjé yo mismo y parece que te ha salvado la vida.
—¿Ya está consciente? —pregunta la voz de la anciana— La fabada está calentita. Vamos a darle un poco.
«¿Pero qué coño?», piensas. No eres capaz de articular ninguna palabra con sentido. La baba te cae por el labio. El dolor del estómago se agudiza y se empieza a repartir por todo el cuerpo. Tienes mucho calor. El tipo que hablaba del cuchillo (aunque borroso, ahora lo ves) te levanta la cabeza y te acerca una cuchara con fabada. La anciana se acerca y te abre la boca con una mano.
—Venga, come, come, que hay prisa —dice, muy nerviosa.
Va vestida como la anciana del anuncio de Fabada Asturiana. De hecho, estás por jurar que es ella. El tipo que te sostiene la cabeza te resulta familiar. Viste un chaleco gris y tiene un bigote cano muy peculiar. En la puerta, haciendo muecas, crees ver a Carlos Sobera. Mira el reloj y se impacienta.
—Oye, por aquí está saliendo sangre —comenta la anciana—. Yo he repasado bien la costura.
—A ver, a ver —dice una voz chillona de hombre—, esto es una chapuza. Como me sigáis cosiendo así, no vais a durar mucho en este taller.
No puedes creerlo. ¡Es Lorenzo Caprile!
—Yo he seccionado la carne limpiamente —dice el tipo del bigote—. Mi cuchillo, sin duda, corta.
—Dale otro chute y probamos —dice Sobera con desidia.
Intentas apartar la cabeza, pero te la sujetan y vuelven a dormirte a base de porros.
Una vez más, despiertas sin estar segura si has estado soñando. Ahí están todos, mirándote con un gesto compungido.
—Lo hemos intentado todo —dice Sobera—, pero no vas a poder superarlo. Los aspirantes se han dejado la piel, pero estás hecha un desastre y así no te puedes llevar el premio.
Te duele cada poro de la piel. Estás hinchada y sudorosa, y la respiración es intermitente y nerviosa. Sientes que te estás yendo.
—Hemos puesto todo nuestro empeño en conectar contigo —dice Paulina Rubio—, pero hoy no ha sido tu día. Esto es La Voz y apenas has murmurado. Te animamos a intentarlo otro día… si no te mueres sobre la isla de la cocina.
—¡Esto no es La Voz, es Forjado a Fuego! —replica el tipo del bigote.
—¡Y un jamón! —dice Caprile.
—¡Venga, venga, tapadla, que hay prisa! —apremia la anciana de la fabada mientras te tapa con una sábana.
La respiración se va quedando entre tu cara y la sábana. Los gritos se van apagando. De un golpe, alguien te tira de la isla y te quedas con la boca pegada al suelo, en un imponente charco de sangre. Respiras dos o tres veces más.