Odio la Navidad. La odio a muerte. Es una época insoportable. Todo el mundo quiere aparentar ser buena persona, querer a los demás en exceso, acordarse de todo el mundo. Pero es una gran mentira. Las calles se llenan de gente y no se puede caminar. Hay un derroche de adornos y luces en todas las ciudades, amén de la contaminación lumínica. Y mientras nos entregamos regalos innecesarios y superfluos, los pobres siguen siendo pobres y las zonas de guerra siguen siendo devastadas. Creamos mitos para los niños que luego acabamos destrozándoles porque son insostenibles. ¿Qué clase de locura es esta? Dicen que Jesús de Nazaret nació en estas fechas cuando muy probablemente fue concebido en primavera. Y en esa extraña mezcolanza del icono navideño creado por Coca Cola y el nacimiento del Mesías, se olvida el mensaje que valdría la pena conservar. Ese mensaje que son muchos mensajes depositados en un fondo emocional difuso y abstracto. Algunos hablan de bondad sin más. Otros, de una infancia estática de ingenuidad y luz tenue. Otros, incluso, de un sacrificio justificado y beneficioso. Si me centro en esos instantes de mi memoria, que es como cuando intentas fijar la vista y todo se desenfoca sin querer, encuentro una paz difícil de explicar. No me siento cómodo sintiéndome cómodo con eso. Es como si tuviera que rechazarlo por la hipocresía y la mercantilización excesiva y las malas intenciones disfrazadas de corderito. Pero en el fondo me gustaría ignorar todo eso y quedarme con el mensaje. Con la voz indefinida que me dice que no me preocupe, que una vez al año es más que nada, que da igual si fue en primavera o en el duro invierno, que da igual si aquello fue un mito o un hecho histórico porque lo que queda, la esencia, es igual de hermosa que lo que nos queda después de leer una novela o ver una película.
Sentada en un banco, veo a una anciana con un carrito de la compra. Parece que se ha sentado a descansar. Me acerco y le pregunto si necesita ayuda. Levanta la vista y sonríe. Le doy la mano y la ayudo a levantarse. De camino a su casa, compruebo que apenas sabe hablar español. Me guía hasta su casa, en medio de un barrio humilde, que es el eufemismo perfecto de pobre. Con dificultad, subimos la estrecha escalera hasta un tercer piso. Al abrir la puerta, hace un gesto de invitación. Le niego con las manos y una sonrisa pero ella insiste. Le doy las gracias y paso. El interior del piso parece una estampa de la RDA. Todo es modesto y antiguo, al tiempo que decente. Pasamos a la cocina. Está llena de marcos de fotos en blanco y negro. Me señala una donde se le ve a ella, de joven, con su familia. Se lleva las manos al corazón y hace un gesto de constricción. Me ofrece asiento y se empeña en preparar algo que posiblemente no he probado nunca. Mientras el guiso se cocina, se sienta y me coge las manos como si llevara años sin tener contacto con nadie. En su mirada hay demasiadas ausencias, como en mi propia vida. Sin darme cuenta, estoy como en aquellas noches de luz tenue, inocencia y turrón. Sonrío mientras me voy olvidando de la insolidaridad, la incoherencia, la mentira y la codicia desmedida que inundan estos días.