Un leve espasmo y la pierna extendida cogiendo más de su mitad de la cama indica inequívocamente que se ha dormido. Su larga melena ha capturado el aroma del exquisito pastel que ha preparado esta tarde. A él le cuesta un poco más coger el sueño, tiene demasiadas preocupaciones rondándole la cabeza. Las orejas le tiemblan en un gesto que es mitad nerviosismo, mitad cansancio. Se ha echado con hambre, pero ya era tarde para cenar. De un momento a otro está soñando. Se encuentra en una habitación donde todo es blanco y sólo hay una mesa, también blanca, en el centro. Sobre ella hay un pastel muy apetecible. Se acerca porque su olor lo inunda y lo embriaga. No hay cubiertos, así que decide morderlo a la vieja usanza. Al principio le cuesta dar el primer bocado, está muy duro. Pero cuando lo consigue, un cálido relleno se abre paso y riega el pastel y su agradecida lengua. Es un cálido relleno carmesí que se le antoja crema de frambuesa y que ya se derrama por toda la mesa, por el suelo, entre sus manos inquietas. Es un sabor delicioso que lo incita a seguir comiendo. A medida que va arrancando pedazos del pastel, éste parece hacerse más grande, al igual que su apetito. Sigue mordiendo, masticando, saboreando y tragando sin medida, y el pastel no se acaba. Nunca ha probado nada parecido. Se detiene a gozar de la jugosa textura y del aroma que deja una vez que pasa por el paladar. De pronto siente un ligero cosquilleo en la nariz y se despierta. Está mojado, pringoso. Enciende la luz y ve las sábanas blancas teñidas de carmesí, como sus manos y el suelo, a su novia en el centro de la cama, dormida para siempre.
Microrrelato incluido en Lapso.