Viajes

"Volverán las oscuras golondrinas..." - Eduardo Martos
«Volverán las oscuras golondrinas…» – Eduardo Martos. Este monumento está en el Parque de María Luisa, en Sevilla, guardado por un ámbito místico de sensaciones y de plantas. Bécquer habita en todos los rincones de Sevilla, pero sobre todo en ese círculo vegetal.

A Gustavo Adolfo Bécquer

Es casi exacto, como un reloj cósmico. Siente que el instante es preciso aunque carece de algo, tal vez de fragmentos de pasado. Lenta pero fluida se desliza la aguja, lentamente hacia abajo (hacia arriba no le parece un deslizamiento, sino un viaje). Los viajes no le gustan: lo marean. Los viajes por carretera, los viajes de Gulliver, los de aquellas plantas arácnidas que surcaban la distancia entre la Tierra y la Luna (lo leyó en una novela de Brian Aldiss, ¿lo leyó o lo soñó?, ¿lo soñó o soñó que lo leía?), los viajes de Julio Verne.

Ha cruzado la calle. Ha cruzado deprisa, pero no le urge llegar a ninguna parte. «Es extraño —piensa—, yo he salido a pasear, no tengo prisa.» La prisa lo acecha y lo altera. En esta época tan veloz, donde acaso suceden etapas históricas en un puñado de años, donde las naciones cambian de dueño como un coche, el individuo (cuando existe, cuando es individuo y no parte de la masa informe) debe tener cuidado de no caer en el vértigo, en la prisa letal. Ha cruzado la calle como si nada, como si no hubiera sucedido tiempo al caminar. Ha sido uno de esos momentos sordos en los que todo sucede alrededor, sin participación de la calma interior. Se asombra porque de pronto ya está caminando cerca del Parque de María Luisa, a donde no esperaba haber llegado aún. «Pero aquí estoy paseando.» El Parque lo entretiene y le trae recuerdos. Aquí trajo a sus novias y río con ellas; aquí vino arrastrando el pesado corazón roto, junto a la estatua de Bécquer (que no se parece a Bécquer) y esas otras figuras que quizá son hadas, o quizá la desesperación. Ahora mira el rostro impenetrable del que fue su escritor predilecto. Ahora ya no sabe a quién elegir: estos dilemas se los ha ido planteando la edad, estos dilemas se los han impuesto. La piedra de la estatua se le antoja más gastada, más pulida por las miradas y los sueños de los jóvenes. El árbol también parece envejecido, mayor, más sereno. El aire, sin embargo, es el de hace veinte años; ese aire denso y perfumado de misterios, de flores secretas, de polen arcano. Aquí decidió su vida; o se decidió, porque al recrear los momentos advierte que apenas intervino en su desarrollo. Ahora podría ser un hombre casado (¿feliz?), tener hijos (feliz, sin duda; la soledad es un exceso demasiado nocivo). Ahora no pasearía solo y sus recuerdos siempre le traerían sonrisas. Cada vez que viene observa que los jóvenes visten de forma distinta, pero invariablemente son las mismas caras de ilusión y ensoñación. Quiere recuperar esa ilusión, ser joven por dentro y sonreír (quiere creer que aún le quedan ganas).

Prefiere los paseos y los árboles a la Plaza de España y a las… Se entretiene buscando mochuelos y búhos que nunca divisa. También le divierte encontrar edificios nuevos. A veces pasa años sin venir al Parque y, claro, en estos tiempos acelerados… Se plantea si alguna vez destruirán el Parque, porque sería un asesinato de misterios y de sueños y recuerdos. ¡Qué van a saber ellos de estas cosas! No tienen conciencia para entenderlo. El Parque y sus paseos arbolados. El Parque y sus rincones sobrenaturales. El Parque y sus ruidos inexplicables.

Vuelve a la Glorieta de Bécquer. Ha sido demasiado rápido y lo descubre: la estatua está distinta, más vieja; y el árbol sin duda ha crecido. ¡Han pintado los bancos! Los viajes no le gustan, pero esta vez no es mareo lo que siente, y esta vez está viajando, lo sabe. Siente agobio, siente miedo, vértigo, siente cosas que sólo pueden insinuarse, convulsiones del alma, ¿nostalgia? Una nostalgia violenta. Hace mucho que no viene por aquí, es cierto, pero no tanto como para… El tiempo pasa, los relojes sentencian sin piedad como el viento en los viajes. ¿Cuánto hace que vino con su última novia, que se sintió forzado a venir con ella? ¿Dónde ha estado desde entonces? Los ruidos del Parque potra vez, esos enigmas efímeros, esquivos, que tan vagamente expresa el lenguaje. En ellos se siente familiar, íntimo, aunque para él mismo son misterios. El sonido es rápido, viaja a gran velocidad. ¿Qué se siente en el sonido? ¿Cómo pasa el tiempo en su interior? Con resignación anticipa su existencia atroz, que las plantas dejarán de ser las mismas de hoy en día, que la cara de Bécquer se caerá a pedazos y que acaso otro poeta reclamará esta plazuela, que el árbol morirá, que los ruidos permutarán infinitas veces pero seguirán oyéndose siempre. Poco importan ya sus recuerdos, los recuerdos de una vida que apenas llegó a dirigir. Tampoco importa la gente a la que casi no ve, o que ve a ráfagas, como gotas de lluvia coloreadas y horizontales.

Entre las hojas que al caer del otoño ya son primavera, se acerca a la estatua y la toca; es casi exacto, como un reloj cósmico. Siente que el instante es preciso aunque carece de algo, tal vez de fragmentos de pasado. Lenta pero fluida se desliza la aguja, lentamente hacia abajo (hacia arriba no le parece un deslizamiento, sino un viaje). Los viajes no le gustan: lo marean. Los viajes por carretera, los viajes de Gulliver, los de aquellas plantas arácnidas que surcaban la distancia entre la Tierra y la Luna (lo leyó en una novela de Brian Aldiss, ¿lo leyó o lo soñó?, ¿lo soñó o leyó que lo soñaba?), los viajes de Julio Verne, su viaje. ¿Su viaje? Su deslizamiento, su evasión. No sabe cuándo ni cómo; en algún instante de horrores y pesadilla, de voluntad ausente, en alguna trivialidad mal llevada, bajo la luz incidente de un molesto farol, entre el humo del tabaco que nunca fumó. Se desliza y suena, aún (siempre) en el misterio. Anochece en el parque, lentamente.

 

Relato incluido en Lapso.