Escribir para nadie

Hay una especie de regusto en escribir para nadie.

Al principio, uno escribe para alguien. Para él, para ella.

Luego, si ve que se le da bien, abre el foco y escribe para algunos. Se esfuerza en pulir su estilo, acepta críticas constructivas, aprende a curarse las heridas del ego.

Si gana algún certamen o participa en eventos, es posible que se emborrache y escriba para todos. Para TODOS. Para los de aquí y los de allá, para los de ahora y los del futuro. Uno se imagina su obra flotando en el espacio (la Tierra ya destruida y olvidada), siendo rescatada por una civilización alienígena que invertirá incontables esfuerzos en descifrarla y llorará colectivamente por la belleza de ese mensaje artístico y por haber perdido a un talento universal.

Con suerte, uno recupera la serenidad y sabe que sus lectores serán aquellos que se vean obligados por el compromiso que generan la amistad o los lazos familiares. Y entonces, en algunos casos muy raros, se produce un despertar: no hace falta escribir para los demás. Si la epifanía es completa, uno ve que no es necesario escribir ni para uno mismo. Uno escribe y punto. Sin importar las consecuencias. Sin buscar la aprobación de nadie. Sin importarle un carajo la eternidad o la perpetuidad del arte.

Uno escribe porque puede y quiere, acaso porque le produce placer o alivio, que ya es mucho más de lo que se le podría pedir a un acto en apariencia tan sencillo. Hay pocas, muy pocas sensaciones tan gratificantes como desarrollar una conversación intrascendente y sin objetivos, abrirse en canal y confesar lo que no te confesarías ni a ti mismo.