Sucesión

No se culpe a nadie - Eduardo Martos
No se culpe a nadie – Eduardo Martos

Este relato debería ser distinto, acertar en el blanco y herirme en lo más hondo, sí, herirme incluso a mí, a su autor, algo que rara vez consigo y que en otras obras es tan sencillo. No sé si haber escrito una parte en el autobús le viene bien, tantos baches, las caras de los pasajeros, que parecen de otra especie, las curvas, el timbre de parada, los olores fuertes como el perfume de las gordas o el sudor de cebolla o los pies sudados. Y aunque no parece buena idea, en todo eso hay algo que me cerca y me obliga a escribir lo que tengo que escribir por encima de lo que quiero, y esta lucha absurda y en apariencia vana es profundamente liberadora. A veces termino un párrafo que no sentía, y al releerlo, descubro que me gusta como si no fuera mío, como si fuera de un gran escritor (porque me prefiero a los escritores mediocres). Ahora siento la necesidad de escribir yo, y lo escribo sin trascendencia, sin rito ni adorno, y ahí queda, casi solitario en medio de frases correosas, de tempestades verbales, solo entre cosas ajenas, como yo en el autobús. No es difícil recordar el monólogo de Hamlet, que, además, parecía estar rondando mi conciencia, esperando el momento de salir, y ahora lo ha encontrado y lo noto salir, liberarse, como yo, a través de esa lucha consigo mismo. ¡Qué olvidado queda ahora Shakespeare! Quizá algún día este relato logre mi olvido y se haga con mi identidad, me robe mi ser y mi destino y sea recordado como algo completo y autónomo. Dulcemente voy pasando del monólogo a los ensayos sobre el monólogo, y de éstos a los ensayistas, y entre ellos, y no recuerdo si escribió algo sobre Shakespeare, está Borges. Da igual porque sus ensayos me encantan, y su poesía y, claro, sus relatos, que son lo mejor que ha dado, y por alguna conexión que debía suceder, una conexión entre el monólogo ya abandonado y uno de sus relatos, recuerdo El Inmortal, supongo que por las remembranzas clásicas del relato y porque el teatro es griego y Hamlet es teatro. Entre las palabras de ese relato, deseo atraer las que pronuncia uno de los inmortales: «Argos, ese perro tirado en el estiércol.» Y me alegra haber escrito perro, porque ahora sé que llevaba rato buscando ese hecho, esa palabra, la imagen del perro, no necesariamente de ése, no es una concreción, sino de un perro indefinido, un perro perdido entre millones de posibilidades, razas, tamaños, colores, longitud del pelo, dentadura… el arquetipo del perro. En esa incertidumbre, en ese universo volátil y cambiante como el fuego de Heráclito, siento algo que me observa, me vigila, me acecha, algo que debía ser escrito aunque yo no quiero porque su voluntad, su presencia, son horribles, repugnantes, inconcebibles. Apenas sin esfuerzo me rechaza y me aparta del relato como si quisiera adueñarse de él, es sólo un instante porque ahora vuelvo a notarlo lejos, en ese universo, en su orbe, y al decir orbe lo encierro en una esfera intangible de la que no puede salir. De igual modo yo no puedo salir de mí, del yo que me apresa sin cesar, en la vigilia y en el sueño, que me aplasta y me arrebata la voluntad y me obliga… ¡Sí, es él quien me obliga a escribir lo que no quiero! ¡Él es el genio! Y yo, relegado a la condición de escritor autómata, de mero amanuense sin conciencia… ¡Pero qué yo soy yo, qué yo es el otro que me domina, pues sí tengo conciencia porque hay una lucha y yo sé que la lucha existe y que hay otro que combate! De nuevo el yo, esa insistencia, esa pesadumbre, esa condena. De nuevo el monólogo que se eleva y me cubre por completo, y yo me resigno a ser absorbido por su autoridad. ¿Argos tenía identidad? ¿Era él en realidad? El perro… él es un arquetipo, no sé si piensa, nunca se nos dijo si los arquetipos poseen conciencia… Hay un arquetipo de la conciencia, pero el perro es más tangible aunque no se puede imaginar porque eso sería darle propiedades de las que el arquetipo carece. No sé por qué el perro, no sé por qué esa sucesión que parece humo de tabaco, que me ha llevado de forma liviana hasta la idea del perro, viajando, trepando más bien por mis pensamientos asociados como una cuerda sin fin, o como una red infinita, y así hemos llegado hasta el perro. ¿Hemos? ¡Claro! Ha llegado él, mi yo, él me ha arrastrado a esa idea, y después a la de ese algo que ya no me da miedo porque está atrapado en su orbe. De nuevo hemos recorrido el camino y no entiendo por qué. Y todo consta en el relato como piezas en apariencia conexas, y que acaso guardan relación, una relación oscura que sólo él conoce, que sólo mi yo conoce, esa entidad que ya es ajena a mí, que siento como algo aparte que se mueve dentro de mi mente. Ahora puedo ver ese algo, el algo que me aterroriza, que me asfixia con su presencia, esa intuición del Universo Arquetípico, el Universo efímero y volátil que nunca es, o que es millones de universos porque siempre está cambiando, porque ni siquiera le queda el instante. Por un segundo pienso que todo es deleznable, que nada es durable, que el orbe tampoco lo es, que va a salir, que está saliendo, que se aproxima desde dimensiones inconcebibles, y de pronto lo oigo, al principio es casi sordo pero lo he oído, y lo estoy escribiendo todo, seguro ya de que no soy yo quien dicta, y de nuevo esa sucesión absurda, y de nuevo el ruido, ya perceptible con claridad, la presencia del algo, no, de alguien, ahora es alguien y está detrás, ha tomado conciencia y acaso cuerpo y está detrás.

 

Relato incluido en Lapso.