Inside

Vio una cosa que parecía un piecito. Un pie solo y encogido entre las arrugas de la toalla que hacía las veces de alfombra de baño. Se quedó mirándolo sin querer pensar. Era de madrugada y la mente se la estaba jugando. Pero el pie seguía ahí, quietecito, y parecía que tuviera frío. Acercó la mano muy despacio, con intención de acariciarlo. Justo cuando estaba por tocarlo, el pie desapareció entre las toallas y el bidé. Fue un movimiento convulsivo y rápido. El pecho se le quebró por dentro. Sintió que la pena y la rabia le intentaban separar los pulmones y si no fuera porque sus otros hijos dormían en la habitación de al lado, tal vez hubiera acabado el trabajo. Esa noche la durmió soñando con ella. La imaginaba llorando en medio del lago, sintiéndose tan sola y tan perdida y tan abandonada. Y pasó frío. Mucho frío.

Notó que lo tocaban y abrió los ojos pensando que era su hijo mayor. En cambio, de la pared salía algo que parecía una manita. Estaba quieta y pálida, y una gota de agua dudaba si precipitarse desde su dedo índice. La pequeña mano estaba entreabierta y parecía estar esperando que la cogiera y le diera un poco de calor. Esta vez se acercó con más cuidado y consiguió tocarla. Del frío, quemaba. Entre sollozos, la besó y le pidió perdón, pero no consiguió calentarla antes de que se fuera ocultando en la pared y solo quedaran las rugosidades del gotelé y un vértigo que le atenazaba la voz y el pánico.

Muchos han arrojado al saco de la locura todo lo que no entienden. Algunos, arriesgándose a ser asesinados civilmente, han teorizado sobre posibles dimensiones paralelas que se cruzan con la nuestra y nos ofrecen reflejos efímeros de otras realidades. Muy pocos lo han experimentado de verdad. Y esos pocos saben que no hay palabras para describir ese vómito interior que empieza en un momento indefinido y ya no termina de retorcerse nunca. Era esa náusea constante la que lo llevaba del bidé a la pared de su dormitorio, y de ahí a cualquier punto de la casa que presentara alguna anomalía. No había abandonado sus obligaciones, aunque ya no le parecían importantes. Estaba esperando la próxima señal. Lo que no imaginaba es que no había ningún patrón que seguir, y que dos visiones de golpe no presagiaban un desenlace rápido.

Tuvo que esperar dos años. Más de setecientos días en los que, si bien no dejó de ver sombras que no estaban, de soñar desenlaces felices que lo arrasaban más que la realidad y de visitar de vez en cuando los dos altares improvisados, se fue alejando de manera instintiva de ese deseo de desenterrarla entre todos sus arrepentimientos. Se puede decir que se olvidó, si es que una vida tan marcada por lss cicatrices puede permitirse el lujo de olvidar. Sin embargo, no le costó ni un segundo volver a ese lodo mental cuando vio que un ojo, un ojo pequeñito y azul lo miraba desde el techo. No tenía cejas ni lloraba, pero se veía angustiado. Quizá porque se movía muy deprisa y no se fijaba en nada durante mucho rato. O quizá porque había soñado con ese ojo tantas veces que ya era en parte suyo. Ese ojito siempre se apagaba en medio de un silencio fangoso y blando que lo rebasaba todo. Y ahí estaba, suplicándole una ayuda que nunca llegará. Preguntándose por qué está sola. Creyendo que es un mal sueño.

Hay circunstancias que te van secando sin que lo notes. Como cuando te quedas dormido con poca ropa y solo te das cuenta que estás congelado si te despiertas. El problema viene ahí: cuando eres consciente de golpe. Y eso fue lo que le pasó. Vio que toda su vida, desde un instante concreto, era un bucle insalvable que siempre lo regresaba a ese punto. No es que él no quisiera avanzar: es que avanzaba con todo su empeño y nada más caminaba en círculos. Y a cada vuelta, aunque no siempre, lo aguardaba el horror de ver un pedacito desgajado de su niña. Y no poder tocarla ni abrazarla ni decirle cuánto lo sentía.

Ya no era capaz de saber si había planeado quemar su casa o si ya lo había hecho y habitaba su particular infierno lleno de remordimientos, pero tenía que creer que aún vivía, aunque solo fuera por sus otros hijos. Una mañana, mientras preparaba el desayuno, vio una especie de grieta entre la pared y el frigorífico. Era un arañazo negro que iba desde el techo hasta el suelo. Al acercarse, vio que era bastante ancho y se acercó para verlo con detalle. Al fondo se veía algo. Se esforzó y consiguió ver una luz mortecina que bañaba un paisaje invernal. Era un lago. Y en el centro, su pequeña, que ya no se esforzaba por mantenerse a flote, sino que lo llamaba con la mano. Se alejó de un respingo. La grieta se había ensanchado. Cabía un adulto sin problemas. Ahí, a lo lejos, su hija le seguía haciendo gestos con la mano, mientras los otros dos jugaban en el salón. Hizo lo que todos los padres tienen que hacer casi a diario sabiendo que marcarán laa vidas de sus hijos sin remedio: tomar una decisión. Fue hasta el salón y se agachó junto a sus dos hijos. Les dio unos trapos para que se taparan los ojos y los cogió de la mano. Los condujo, sin prisa, hasta la cocina. Entre la esperanza y una pesada angustia líquida, les dio un empujoncito en la espalda para que entraran por la grieta. Los niños todavía sonreían cuando la grieta se cerró sin estruendo.

 

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