Freddie Krueger estaba frente a mí. Tenía las cuchillas alzadas para asestarme un golpe fatal.
—¡Espera! ¡Espera un segundo! —le dije.
Por su cara, creo que nunca le habían pedido algo así. Se quedó mirándome.
—Mira, te propongo un trato. Juguemos una partida de ajedrez. Si gano, te largas para siempre. Si pierdo, me torturas el tiempo que haya durado la partida.
Sonrió y asintió. Como sueño que era, ya estábamos sentados en un parque con un precioso tablero de ajedrez artesanal. Todo lo demás era lóbrego y solitario, como roído por los siglos. Yo le di mi toque haciendo aparecer una botella de vodka y un par de vasos. Por cada jugada, caía un trago. El tipo no era malo, aunque se le notaba la falta de instrucción. Tampoco ayudaba su empeño en usar la mano de las garras. En un momento en que estaba a punto de perder, serví el doble de vodka. A la mitad de su jugada, el tipo había caído rendido. Con cuidado, lo eché hacia atrás y le tapé la cara con el sombrero. Así, dormido en su propio sueño, podría parecer entrañable si no fuera porque es un depravado repugnante.
No lo he vuelto a ver desde entonces. No tiene mal perder.
La entrevista que reproduzco a continuación es inédita. Por diversos motivos, no se ha publicado todavía, aunque su autor me ha autorizado a reproducirla. (más…)
El animal estaba lejos, a unos doscientos metros. Era una especie de reptil gigantesco, de colores muy vivos y con una cresta roja y puntiaguda que iba desde la cabeza hasta la mitad de la espalda. Parecía un lagarto porque la barriga y la cola tocaban el suelo. Por las referencias que tenía a su alrededor, diría que rondaba los cincuenta metros de largo. Se movía muy rápido. Había salido de la densa arboleda para atrapar algunas reses que pastaban. Ahora las estaba masticando. Yo estaba en una colina y lo veía desde arriba. Escuchaba los huesos de las vacas quebrándose a cada bocado. Me agaché muy despacio para empezar a retroceder. En ese momento, el viento cambió y empezó a soplar desde mi posición hacia la del lagarto descomunal. Levantó la cabeza y olfateó. Sin seguridad de que me hubiera descubierto, empecé a correr preñado de horror. El monstruo me vio y empezó a avanzar hacia mí. No había sentido más miedo en toda mi vida, seguro de que cuando lo tuviera a menos de diez metros, sería el fin. Por suerte, desperté en mi cama empapado en sudor. En ese momento, vi la sombra de una lengua brutal asomarse por la puerta de mi habitación.
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Dolorido aún por el portazo del Parlamento Europeo, Puigdemont se lame la dignidad junto a Comín. Se lamen las dignidades mutuamente en una habitación de hotel, con la luz baja.
Como siempre, Carles se había imaginado la escena de otra forma. Ellos dos entrando en el Parlamento, vitoreados y homenajeados por todos esos demócratas avanzados, y las caras de sus archienemigos rojas de ira. Pero no. El destino vuelve a castigarlo, acaso (piensa él) para endurecerlo aún más, para curtirlo como el Líder-Mesías que el independentismo necesita. Le pide a Comín que lo deje solo un rato:
Hueles a fritanga y eres tan espesa como el humo del aceite que se ha quemado por descuido. Tienes el aspecto de unas bragas sudadas que alguien hubiera planchado para ponérselas de nuevo, con ese carmín (que no es carmín) que te arrasa la cara, la falda que se te sube por encima de un muslo incómodo de ver, los ojos casi de vaca sacrificada. Y ahí vas, alegre, inconsciente, acaso feliz y dichosa por momentos. ¿Seré yo, presuntuoso, estúpido, incapaz de verte como eres?
—Escúchame atentamente —dijo el anciano—. Lo que te voy a contar ahora no es solo el acontecimiento más importante de nuestra historia, sino también la clave de nuestro futuro. El joven lo miraba embobado. (más…)
Tras uno de sus baches emocionales, Rocky Balboa se encuentra fuerte y animado. Quiere salir a correr y entrenar con el frío de la mañana. Adora las peculiares calles de su Filadelfia natal. Se enfunda su chándal gris y sale trotando de su casa. A los pocos metros, un grupo de pandilleros de corta edad lo abordan: —Illo, Rocky, ¿tienes hora? —Las diez y cinco —responde sonriendo. —¡Por el culo te la hinco! —responden varios de ellos. Rocky los ignora. Sabe que siempre le están vacilando porque quieren ser como él. Un semental italiano. —Rocky, Rocky, illo, párate, que te tengo que desí una cosa —insiste uno de los macarras juveniles. —¡Al carajo ya, hombre! —intenta zanjar el púgil. Los niñatos lo persiguen sin descanso. Conforme van cruzándose con otras pandillas, sus componentes se van uniendo a la persecución y jalean a Rocky llamándole cosas feas y soeces. En un intento de zafarse, Rocky acelera como un gamo perseguido por leones, pero su resistencia no es infinita. Cree que subiendo una escalera muy larga, conseguirá despistar a los pandilleros, que no suelen ser demasiado inteligentes. Pero se equivoca. Una vez en la cima, y ya agotado por completo, los pandilleros suben corriendo y lo rodean. —Illo, Rocky, qué reloj más guapo. —Dame el peluco, illo. —¡Illo, que me des el peluco ya, me cago en to tus muertos! Son menores y la ética de Rocky le impide golpearlos. Uno de ellos le agarra el reloj y empieza a tirar con violencia. Al soltarse, el macarrilla cae al suelo y se golpea la cabeza. Empieza a brotar sangre de su cabeza mientras convulsiona. —¡Lo siento! —exclama Rocky con media boca. —¡Illo, que lo ha matao! —exclama un pandillero. Rocky empieza a recibir golpes por todas partes. Ponderando su ética y su propia supervivencia, decide empezar a repartir hostias como panes. Los canis van cayendo al suelo sin dificultad, pero cada vez vienen más. Algunos golpean con puños americanos. De pronto, distingue el brillo de una navaja. No puede correr hacia ninguna parte porque no le quedan fuerzas y está rodeado. Rocky se emplea a fondo y grita mientras golpea. Una horda de canis alfombra ya el suelo, pero siguen llegando más. Rocky grita pidiendo ayuda mientras los pandilleros se le cuelgan del pescuezo y lo obligan a arrodillarse. —¡No hay dolor! ¡No hay dolooooooor! —exclama Rocky. De pronto se hace el silencio. Los canis empiezan a retirarse. Sirenas de la policía se acercan desde una lejanía insondable. En el suelo solo queda un chándal gris y un enorme charco de sangre.
Soy Eduardo Martos, y ayudo a los escritores a encontrar su voz. Soy escritor, y con el tiempo me he convertido en mentor de escritura creativa para que otros autores no tengan que recorrer caminos tan arduos como los míos.
Si quieres saber cómo puedo ayudarte, ponte en contacto conmigo y háblame de ti, de tus anhelos y de tus inquietudes.