Te mereces un respiro

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A Alber Lemus

Te has sentado en una terraza a tomarte una caña. Te la mereces después de tanto trabajo duro. Los niños van serpenteando entre las mesas y tu mujer te mira como si esperase que le dijeras algo, o que dijeras algo en general. Te mira con sus ojos de pez fresco de mercado. Estará pensando en sus cosas, que no son tus cosas y que ignoras por hastío. Los niños gritan y corren y tiran una silla y obligan a la camarera a practicar parkour en horas de trabajo. Hay veces que no sabes si tienes tres o cuatro. Llega un momento en que uno pierde la cuenta de los años, de los niños, de las cervezas. El tipo de al lado, un sofisticado joven (o no-tan-joven que aparenta menos que tú), de barba a lo arbusto neoclásico, tatuajes desde el cuello hasta la muñeca y gafas de sol espectaculares, mira su móvil mientras se fuma un liado. Piensas en todo lo que debe de follar con tanto tiempo libre y ese estilo tan cuidado, en contraste con todo lo que deberías follar tú. Tu mujer lo mira también, y los niños siguen alegrándole la vida a todas las otras mesas. Te llega el humo de su cigarrillo y te apetece fumarte uno, pero no te quedan. «Amigo, ¿tienes un cigarrillo?», y te lo extiende sonriendo. Te lo enciende con un mechero metálico que tiene forma de dragón. Imaginas que su inodoro debe de ser un cisne negro. Mientras le das la primera calada, que te sabe a gloria, tu alrededor parece más calmado, los niños hacen menos ruido o sus chillidos te suenan amortiguados o lejanos. Es el mejor pitillo que te has fumado. Te preguntas si estará aliñado pero tampoco te importaría. Tu mujer se ha puesto a mirar el móvil y ya no sabes cuántas cervezas te has tomado, aunque te hace falta otra más. Sin apenas darte cuenta, el pitillo se ha consumido. Las cenizas sobre el mechero tienen algo de ritual. El joven te arrima otro sin que se lo pidas. Lo invitas a una cerveza. Degustas el aroma inigualable de ese pedacito de paz, la inocencia y la mirada limpia que te llenan y te limpian. Tienes la sensación de que los niños están corriendo cada vez menos, o que se han escondido en alguna parte. Pero hoy le toca a ella. Tú necesitas relajarte. Te lo mereces. El humo adopta formas extrañas al salir de tus labios. Por momentos ves una cara, un bracito, un zapato pequeño. Te ríes para adentro. Ya no sabes cuántos pitillos han caído, a cuántas cervezas has invitado, cuánto tiempo lleva tu mujer mirando el móvil. Ha oscurecido y te cuesta localizar a los niños entre las mesas. Bajas la vista y por un segundo te da la sensación de que el pitillo tenía la forma de una piernecita aún por terminar de hacerse. El joven se ha marchado. Tu mujer está de pie, buscando a los niños con la mirada. Ya no suena ningún grito, ninguna carrera.