A Ascensión, Alberto, sus familiares
(especialmente sus hijos),
con todo el cariño de mi alma
I
No fue el llanto que rompe
después de la tragedia.
La noche ya lloraba crudamente,
se derramaba impotente
contra el empedrado
porque sabía lo inevitable.
La mañana,
como la marea de un mar ebrio
y abatido,
abandonó al margen
tres rosas que habían sido blancas.
Horas sonámbulas mediaban
entre el estruendo
y el crujir del unánime corazón
más de mil veces fulminado.
Nada cuesta imaginar el paseo,
las rosas en la mano,
el acecho chacal.
Nada cuesta recordar
el dolor que nunca se abrazó al olvido,
ni las noches abismales
donde se retuerce
sin descanso
el último instante de agonía.
Pero nadie puede ser quien esperaba,
al abrigo de sueños inocentes,
el regreso de unos padres
bruscamente ausentes.
Nadie puede recordar
todas las palabras de consuelo,
las caricias recibidas
y las ausentes,
las buenas noches
que faltaban al día siguiente.
Todos los años,
cuando llega esta tristeza,
me abate la certeza
de no poder servir de aliento,
haber sido feliz,
seguir viviendo.
Esos detalles,
esas breves satisfacciones
que nosotros malgastamos
y ellos ya no tienen.
II
Aquí os arrancaron
de las horas,
aquí os congelaron
para siempre
unos viles carroñeros
del infierno.
En esta calle apartada,
silenciosa,
en este fragmento
de muros y puertas y ventanas,
descansa vuestra memoria imperturbable.
Cuando las noches solitarias
os visitan,
¿no os cuentan
que os lloramos todavía,
que nadie os ha olvidado?
¿No os cuentan
que dos flores misteriosas
crecen al amparo de la sombra
en la esquina maldita
donde os perdimos de vista?
Desde los adoquines impasibles
os hago en las alturas,
fuera de aquí,
en un lugar
donde la miseria,
el odio,
la violencia,
el rencor y la locura
ya no os tocan ni os alcanzan.
Nota: Poemas publicados originalmente en la revista Margen Cero.