En sueños, o en imaginaciones, viajé a la India y sentí la llamada del dios del lago, cuyo nombre no se puede pronunciar porque, como el agua, se derrama entre los labios. Pasé días buscándolo, pregunté a todo el mundo, pero nadie supo decirme dónde podía encontrarlo, aunque tampoco nadie me negó su existencia. Un día, cansado y triste, llegué a un lago profundo, rodeado de pastos y de fiestas de primavera y vivos colores. Quise beber pero un impulso me hizo sumergirme por entero en sus aguas, y allí supe que lo encontraría. Buceé alegremente, respirando sin ahogarme, hasta que vi a un joven vestido de naranja que sonreía con toda la belleza del universo. Su cara dichosa relumbraba con el sol del mediodía, y su pose era tan relajada como las suaves corrientes del lago. Sin hablar me dijo que se alegraba de verme. Sabía que mi búsqueda había sido larga, pero su presencia, como el agua, sólo se toma cuando se tiene sed. Y en ese momento de revelación, de calma infinita, mecido de un lado a otro por las aguas del lago, mi sed se vio saciada.