A Rocío, por este sueño
Llegué a la Meca tras viajes noctámbulos por rutas de contrabando. Semanas atrás había sentido la llamada de la Media Luna. Fatigué amplios mares en navíos quejumbrosos, me estremeció el pavor hacia el océano infinito y vivo, y una noche sin luna creí escuchar, a lo lejos, el nítido canto de una sirena. Una mañana que anticipaba un sol despiadado, el mapa me reveló la ubicación de mi destino. Inexplicablemente todo era desierto. El agotamiento me arrastraba por la arena cálida y seca. Temí haberme desviado y estar en ninguna parte. Entonces lo escuché. Era un profundo sonido, como el de un eterno gong atenuado, como la voz del Averno, que emanaba de todas partes. Su profundidad, su gravedad atroz, me aterraron porque me supe incapaz de soportar, en aquella soledad, el peso de su significado espantoso. Entendí que permanecer equivaldría al caos y a la locura.
Sin transición estaba en un hotel. Trabajosamente intentaba hablar en inglés con la recepcionista.
—Usted es de España —me indicó. Su tono y su mirada tenían algo de reproche.
—Así es.
Era un hotel de Cádiz. Bruscamente me invadió la sospecha de que había llegado atravesando a nado el Estrecho de Gibraltar. La recepcionista me preguntó por mi domicilio. Imposible recordarlo. En ese punto tan sólo quedaba el sonido del gong, del desierto que ruge.