A GuK
Llevaba en planta desde las seis de la mañana.
Se le conocía por sus riff delirantes y agresivos. Su vida se basaba en el instante y nunca tuvo problemas para quedarse con la más guapa. Pero por encima de todos los acordes, de las guitarras reventadas contra los bafles y de las melenas agitándose al son de sus dedos, lo que más le importaba (lo único, dirían algunos) era su voz. Cascada, por supuesto, y sin llegar a ser chillona, no era todo lo cavernosa que cabría esperar viendo su cara de malas pulgas. Parecía metálica, pero no con la limpieza del metal trabajado, sino áspera como el fragmento de roca que se extrae de la mina.
El vasito de whisky no faltaba nunca en su mesa. Ni la botella sin etiqueta, todo un enigma. Se lo había hincado del tirón y sin respirar. En su cabeza resonaba todavía el estruendo del último concierto. La gente lo aclamaba, y las tías se le insinuaban como perras para llamar su atención y acabar en su camerino esa noche. Se dejaba arrastrar por los maremotos acústicos que sacudían la sala, se perdía en ellos y gritaba las frases sin pensar en nada más. Había rechazado el sexo porque no podía sacarse una melodía de la cabeza. Se fue a casa solo, andando y medio emporrado.
Sentado frente a la ventana, viendo pasar a toda esa gente estúpida y responsable que iba a trabajar, se preguntaba si su vida era auténtica. Siempre hacía lo que le daba la gana, sin pensar en las consecuencias, como el sonido brutal que se pierde galopando a través de las paredes de cualquier garito underground de mala muerte. Estaba nostálgico, que en su jerga quiere decir hasta los huevos de esa perra vida de ir de un lado para otro como un mendigo. En el escenario no se sentía especial. Jamás se había sentido especial. Sólo tocaba y olvidaba sus rencores.
Bruscamente había anochecido. La gente, como en un espejo, volvía a sus casas. Se levantó, cogió su Epiphone Les Paul 100 rojo cereza (le parecía más pesada) y la enchufó en el amplificador. El punteo se quedó en un manso quejido. Abrió la boca y sólo consiguió un ronquido. Treinta años de drogas y alcohol le habían anulado los dedos y le habían destrozado las cuerdas vitales. Sólo su carácter, terco y duro como sus canciones, herido y mutilado, seguía gritando en la soledad de su silencio.
Relato incluido en Lapso.