En sus postrimerías, Santo Tomás recuerda el día en que dudó. Lo recuerda muy a menudo porque cada día se ve reflejado en ese espejo doloroso que es el remordimiento. Cada hombre de fe que duda es él. Cada espíritu que niega al Hijo es él. Cada vez que alguien no reconoce a Cristo en la obra o en la Palabra, es él de nuevo.
Ese día, Tomás no solo esgrimió la duda. También la negación. Y tras ella, vino el desafío. ¡El desafío al Hijo de Dios resucitado! Y allí, ante sus hermanos, la llaga se hizo visible y Tomás quiso palparla para convencerse. Nadie sabe el dolor que sintió al introducir sus dedos temblorosos en la carne. Todo el Calvario le fue dado en un instante. Así que Tomás no se postró y lloró de arrepentimiento. Lloró por compasión. Lloró por su hermano Jesús, por no haber podido salvarlo, y sobre todo, por no haberlo reconocido. A partir de ese momento, en Tomás nació una llama nueva. El miedo, las dudas, la incertidumbre seguían en su corazón. Pero ahora tenía algo a lo que aferrarse. Por eso, donde antes había un rostro desconocido, ahora estaba el de Jesús. Y por eso todos volvieron a reír y a celebrar juntos, a compartir el pan y a gozar del vino.
Tomás se sienta para contemplar la puesta del sol. Intuye que no le quedan muchas más en este mundo y hace lo que puede para guardar buenos recuerdos de la obra de Dios. Un joven viene caminando por la orilla del río y se detiene junto a él.
Algo hay en esa cadencia que despierta un sentimiento remoto, enterrado por años de predicación y entrega.
Ambos se abrazan.
Se abrazan y Jesús, como el sol, ya se ha ido. Por primera vez en muchos años, Tomás soñará. Y en ese sueño verá su martirio y querrá huir y salvarse. Pero volverá a sentir esa llama profunda que lo ancla a su existencia. Y sentirá que ese camino también puede ser recorrido con dudas y con miedo.