Siempre quise convertirme en el láser que me apuntaba desde la casa de enfrente. Allí no vivía nadie no se sabe desde cuándo. Y la luz sería (aunque nunca me atreví a comprobarlo) del contador de la luz. Pero a mis ocho años, para mí era un misterio y un motivo de terror. De noche, el láser apuntaba justo a la cerradura de mi casa, como si quisiera colarse y vernos dormir. Alguna vez, tras despertar de una pesadilla, habría jurado que estaba iluminando mi cuarto. Nunca se lo conté a nadie. Ni a mis padres, ni a mis primos, ni a Manolito, mi mejor amigo. Por eso, cuando vuelvo a la vieja casa de mis padres en verano, nunca termino de entender por qué me veo a mí mismo, durante una fracción de segundo, desde el punto exacto en que el láser observa, silencioso, desde siempre.