La competitividad es una herramienta eficaz para mejorar. Nos anima a forzar nuestros límites, a llegar más lejos, a encontrarnos a nosotros mismos en la confrontación con los demás. Por debajo de la competitividad están la pereza y la complacencia, y por encima, la vanidad y la envidia.
Pero no en todos los campos se puede competir. Tan sólo en aquellos en los que existe una meta clara, definida, indiscutible. En los deportes se puede competir porque hay que llegar el primero a la meta, encestar más veces, saltar más alto, lanzar más lejos. No hay disyuntiva. No existe interpretación posible.
En el arte (y aquí entran, arbitrariamente, muchas cosas, quizá demasiadas) no se puede competir. No hay mejores o peores. No hay metas definidas. Nadie sabe cuál es el objetivo. Por eso, la rivalidad artística es tan absurda como frecuente.