Un Mitsubishi Grandis se detiene en una zona tranquila de la Plaça dels Traginers. El conductor se baja y abre el maletero, y después, un compartimento que recuerda a los ingenios que usaban los berlineses para cruzar, de incógnito, el Muro. Puigdemont sale con dificultad. El sol lo ciega por un momento. Quiere detenerse a contemplar Barcelona en un día tan hermoso como histórico, pero lo empujan con urgencia hacia las cloacas. Un pequeño contingente de mossos fieles lo conducirá hasta el Parlament. Antes de que termine de bajar, le dan una protección para el calzado y los pantalones. Es su gran día y debe llegar impoluto. Está previsto que nadie los detendrá antes de colarse en el Parlament, y así sucede.
Nadie de su partido sabe que está allí, tampoco Torrent. Avanza con innecesaria cautela hasta llegar al Salón de Sesiones. Irrumpe con la imagen mental de todo el independentismo aplaudiendo su retorno con lágrimas en los ojos. En lugar de eso, se encuentra con una escena bastante extraña: todo el mundo lleva una careta de Puigdemont. Apenas se giran para ver quién ha entrado. Están escuchando a un orador que, a poco que pronuncia un par de frases, revela que se trata de un discurso de investidura.
—Però què és això! —exclama, consternado.
Nadie lo mira. Todos siguen, con suma atención, el discurso de investidura de Puigdemont. Se da cuenta, entre extrañado y nervioso, que las bancadas de los constitucionalistas están llenas y que todos llevan su rostro. Está por jurar que esa menudita de pelo largo es Inés Arrimadas, que hace gestos de triunfo con el puño cerrado.
—Traïció! —grita, con la sospecha de que Ciudadanos ha orquestado una pantomima para suplantarlo.
—Què et passa? —le pregunta una señora Puigdemont a Puigdemont.
—Que jo sóc Puigdemont! —responde, encendido— L‘autèntic.
—Ja, i jo també —le responde, sosegada, la señora Puigdemont a Puigdemont, mientras se gira hacia el Puigdemont que está siendo investido Puigdemont.
Se da la vuelta para pedir ayuda a su séquito, pero ya no están, o se han colocado caretas y se han integrado en la marea de falsos Puigdemont. Si alguien pudiera tomar una foto aérea de la sala, y pedirle a todo el mundo que mirara hacia arriba, sería un curioso homenaje a los libros de Martin Handford, con Puigdemont en lugar de con Wally. Rojo de ira, con el nervio del ojo izquierdo tiritándole de furia, corre hacia el impostor y lo aparta de un empujón.
—Jo sóc Puigdemont! —grita con los brazos en alto.
Hubiera podido esperar cualquier reacción menos que explotaran en carcajadas y aplaudieran la ocurrencia como si se tratara de un chiste de Eugenio.
—Jo sóc Puigdemont! —gritan todos al unísono— Jo sóc Puigdemont! Jo sóc Puigdemont! Jo sóc Puigdemont!
Mientras todos gritan y ríen, la chica que cree haber identificado como Inés Arrimadas se acerca corriendo, exaltada, hasta que llega hasta él, que se encoge por instinto.
—Jo sóc Puigdemont! —viene chillando, casi afónica— Jo sóc Puigdemont!
Ahora, todos lo señalan con el dedo, como si estuvieran celebrando un rito tribal. No dejan de cantar lo que parece haberse convertido en un himno: Jo sóc Puigdemont!
Movidos por una fuerza invisible, todos se llevan la mano a la careta al mismo tiempo. Aunque ya lo intuye, Puigdemont no se atreve a cerrar los ojos para comprobar, horrorizado, que tras la careta está su rostro, repetido hasta la infamia en todos y cada uno de los hombres y mujeres que lo jalean y ya lo llevan en volandas hacia la calle.