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Cotidiano | FILHIN
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A Isa

Primer Premio del Premio Internacional de Relatos MIL PALABRAS

Al principio me pareció algo gracioso. Inexplicable pero gracioso, como un inofensivo truco de magia o una broma sin importancia. No lo había visto suceder, pero encima del edredón de la cama había surgido un peluche de la nada. Era un payaso con muchos colorines, zapatos grandes y sonrisa enorme. En otras circunstancias, con tiempo para pensar, habría tratado de buscar una explicación. Pero el tiempo no nos sobraba. Estábamos todo el día de un lado para otro entre trabajo, casa y niños, entre facturas y cuentas y no llegar a fin de mes. Lo que más anhelábamos en el mundo era eso que al parecer rompe los matrimonios y que nosotros éramos incapaces de alcanzar o de simular vagamente: la rutina. El payaso se lo quedó Raquel porque los dos mayores no le hicieron ni caso, ocupados con entretenimientos mucho más interesantes que un simple muñeco. Era un regalo sorpresa que yo le había traído. No supe explicarlo de otra manera, ni siquiera a ti.

El payaso desapareció como había llegado y nunca volvimos a verlo.

Hay quien piensa que solo vemos una parte de la existencia, que a la manera de la luz ultravioleta y la infrarroja, existen otros espectros que sencillamente se nos escapan. Si algo se oculta en esas zonas inciertas, está fuera de nuestra capacidad de medir, percibir o sentir. Pero en ocasiones, nuestros mundos se mezclan por casualidad, y entonces somos capaces de atisbar el otro lado. Si miramos sin cuidado, incluso podemos caernos al fondo de un pozo insondable. Quizá por eso perdimos a Grande, nuestro perro. Estaba inquieto incluso antes de irse a dormir. A ratos gruñía en sueños. Se calmaba cuando me acercaba y luego volvía a lloriquear. Nuestro barrio no destaca por ser ruidoso, pero es inevitable que a veces se cuelen fragmentos de conversaciones por alguna ventana, que ladre un perro. De noche, en cambio, la casa parece protegernos del ruido, incluso en verano, cuando dormimos con las ventanas abiertas para aliviar el calor. Esa noche, el silencio era más profundo que de costumbre y por eso escuchaba a Grande con más facilidad. Me levanté muy temprano para darle un paseo largo. Llevaba bastante tiempo sin quejarse, pensé que dormía. Creo que nunca podré estar seguro de lo que pasó, pero junto a su colchón vi una mancha canela (como su lomo) que se desvanecía en el suelo, como si se lo estuviera tragando muy despacio. Me quedé congelado en el sitio, sin poder gritar ni moverme ni sentir miedo. Lo último que vi fue una oreja que se iba hacia abajo. Aquel dia os conté que se me había escapado. Pusimos carteles, lo buscamos y esperamos (yo sin esperanza), y no regresó.

Hasta aquella noche no establecí (no quise establecer) ninguna conexión entre el muñeco y lo de Grande, pero a partir de ese momento no me quedó más remedio que aceptarlo. Estábamos cenando en el salón. Te habías levantado a coger un chaleco del dormitorio y de pronto gritaste. Fue un grito ahogado que me recordó mi reacción con Grande. Fuimos corriendo a donde estabas y vimos una figura que emergía entre las sábanas. Parecía estar tomando forma humana. Los niños se reían, tú y yo nos cogimos de la mano. Temblábamos. Casi se habían dibujado unos rasgos tristes en su rostro cuando se desinfló, dejando apenas unas arrugas. El silencio duró varios minutos, mientras los niños jugaban saltando sobre la cama. Al soltarnos, se me había cortado la circulación de la mano, que estaba blanca y fría como el resto de nosotros. No recuerdo qué nos inventamos para los pequeños, pero sé que esa noche te lo conté todo, que me lo recriminaste, discutimos, lloramos asustados y decidimos mudarnos cuanto antes, aunque ello significara construir un hogar desde cero, abandonar una buena parte de nuestra identidad compartida y hacerlo bruscamente, sin pensar.

Inmersos todavía en la vorágine de localizar vivienda, tuvo lugar otro incidente. Íbamos a salir de compras cuando nos dimos cuenta que la bolsa del carrito, con todos los cachibaches de Raquel, se había quedado en el piso. Subiste a cogerla mientras yo metía a los niños en el coche. Al abrir la puerta oíste un ruido como de alguien que tropieza, y te quedaste inmóvil y en tensión, esperando. Te sentiste un poco idiota teniendo miedo en tu propia casa, así que pasaste a por la bolsa y de reojo te pareció ver algo, una sombra, un movimiento, una persona que estaba en el salón y entraba en el pasillo sin mirarte pero sabiendo que estabas ahí. Gritaste sin palabras y saliste corriendo detrás. Te dio tiempo de ver cómo entraba en nuestro dormitorio, y ahí ya no tenías dudas de que era un hombre corpulento, calvo, vestido de negro y muy pálido. Y al entrar en el cuarto ya no estaba, allí no había nadie. A saltos te fugaste de tu propia casa dejando varias luces encendidas y diste un portazo. Creo que ni te paraste a cerrar con llave.

Improvisamos una excusa para pasar la noche con tus padres, y resolvimos que los de la mudanza se encargarían de recogerlo todo. Mientras, viviríamos en un apartamento provisional. A tus padres no les contamos nada, no tenían por qué saberlo, y con suerte todo quedaría en que los niños tienen una imaginación prodigiosa. En algún momento nos sentimos culpables por dejar que otras personas ocuparan la casa, pero necesitábamos el dinero y no teníamos tiempo.

A mediodía me llamaste a la oficina. Me costó entenderte por los gritos y la cobertura que iba y venía. Conducías a toda velocidad. Raquel quería un juguete que se había dejado atrás la tarde antes y tus padres los habían llevado a casa. Llegamos casi a la par y oímos a los niños llorando. La puerta estaba abierta. Corrimos hasta el dormitorio principal. Raquel señalaba la cama y llamaba a los abuelos. Tú ya estabas en el pasillo con Bruno y Daniel y me gritabas: «¡Coge a la niña! ¡Coge a la niña!», pero dejé de escucharos cuando sentí que mis pies empezaban a hundirse en el mármol frío y viscoso.

 

Relato incluido en Lapso.