La sombra del Tenorio

Sesión nocturna - Eduardo Martos
Sesión nocturna – Eduardo Martos

La luz baja, el murmullo acallándose, y de pronto, la tos en estéreo y algunos que se acomodan, un medio silencio aceptable y el telón, modificado pero el mismo en esencia. ¿Me gustará una obra que no he leído? El teatro no se lee, esto creo haberlo aprendido. El teatro es como el cine. ¿Quién prefiere leer un guión a ver la película? No concibo que un relato, una novela, puedan ser interpretados. Habría que verlo, sería curioso, interesante y acaso fructuoso. La poesía se presta en ocasiones a ser una canción. La pintura y la arquitectura, la música y la escultura, y ese otro arte que cada cual encierra en su ámbito, no se me antojan mutables. Pero el teatro… sin duda se presta a serlo, y por suerte así fue creado por los griegos. O tal vez los griegos lo heredaron de una cultura ancestral que se perdió en la memoria de los hombres porque su antigüedad era insoportable, tan remota que una prueba de su existencia sería un insulto para la ciencia moderna.

Ya Don Juan se ha levantado y se marcha del escenario. Auguro que será una buena obra, es decir que me gustará. Aquel de allí no para de toser. Yo también estoy resfriado y contengo la tos. La suya no es muy profunda, tose por vicio. El de atrás se mueve demasiado. Y los actores no alzan la voz. El Tenorio es un león, un tigre. Su proximidad me amenaza. Mi novia está aquí todavía. Siento que algo en este instante y esta sala podría arrebatarme de su lado. El de la tos ahora carraspea con algo metálico en la voz.

Agradezco mi gradual entrada en el mundo que la obra propone, la clara comprensión de las palabras y los gestos que al principio no entendía. También ayudan las luces y las sombras. El patio de butacas está cada vez más oscuro. A veces creo estar físicamente en la calle que los actores evocan, y ellos no son actores sino personas reales, y ese mundo parece no tener salida: parece sombrío y ebrio. La idea de una cultura arcana que inventara el teatro aparece asociada a un recuerdo indefinido que tiene que ver con esa calle; una representación atroz que terminaba convirtiéndose en realidad; un rito cuya esencia, cuyo clímax, eran el instante que separa ficción y realidad.

Don Juan reclama al Cielo un instante de justicia, una oportunidad para su alma. Don Juan grita, Don Juan ruge, amenaza y reniega de Dios. Don Juan me da miedo. Los actos corren deprisa, como la mujer que, sabiéndose anhelada, huye burlona de los brazos del hombre. Don Juan habla con Don Gonzalo, por una vez suplica y promete sincero, pero el Cielo rechaza sus palabras y su alma. Don Luis Mejías, Don Gonzalo, Doña Inés, mueren.

Admiro la sala, más tranquila, más pétrea y oscura que el terrible panteón que ahora visita el Tenorio. Entre el anterior acto y éste hay sólo una mención en los diálogos, pero en mi memoria, de una forma inexplicable, se hallan todas las horas de todos los días de los infatigables años que los separan, como si mi alma hubiera sido la sombra de Don Juan. Y una sombra es lo que siento, una oscuridad que me acecha en la negrura impenetrable de la sala.

La tos metálica, vuelvo al escenario, vuelvo a la sala, vuelvo a la butaca. Esa tos inconfundible parece ahora más cercana, y en el instante en que lo noto, calla. El Tenorio entra en escena, en la cena con sus amigos y el convidado de mármol. Sale a ver quién llama.

De nuevo la incómoda tos… Parece venir del asiento de delante, pero es tal la oscuridad que no puedo distinguir siquiera si está ocupado. Como un resorte miro a la derecha: mi novia sigue aquí, sigue ahí, la presiento incluso en la tiniebla… El Tenorio está lejos, no me la puede arrebatar. Además, acaba de ser muerto a manos del Capitán Centella, y casi de inmediato sentencia de forma impecable: «El Dios de Don Juan Tenorio.» Ya ha muerto y su amenaza es imposible.

La gradual disipación de las sombras me devuelve a mi realidad, donde esos temores son absurdos, donde mi novia está conmigo, me quiere, donde Don Juan Tenorio no existe, o a lo sumo, está muerto. La gente se levanta perezosa entre comentarios vagos y casi nada originales. La brisa nocturna me despeja al salir. La extraña sensación de peligro se ha desvanecido por completo. Rodeo a mi novia por la cintura. Apenas tres pasos y vuelvo a escuchar la tos, esa tos metálica, inquietante, tras de mí. Instintivamente me giro. Hay mucha gente de pie, observando, mirándome. Creo que son los espectadores de la obra. Aturdido, compruebo que sus trajes y vestidos son de otra época, que no hay farolas en la calle, bañada apenas por la mortecina luz de la luna, que el suelo no está asfaltado ni acerado… Pero de pronto regreso a la realidad, a la calle moderna. Permanecen inmóviles. Uno de ellos tose y lo reconozco, se adelanta. La forma de caminar, implacable y segura, su mirada penetrante, su nombre: Don Juan Tenorio, grabado en su frente y en su sangre negra. En un instante desenvaina y me atraviesa el pecho con una limpia estocada. La vida se me derrama por la herida. Los espectadores (ya sin duda lo son), y mi novia con ellos, observan en silencio. Cuando caigo de rodillas, aplauden emocionados, y lo último que veo al caer a los pies del asesino, como su sombra, es a mi novia en brazos del Tenorio, con lágrimas en los ojos, con lágrimas de amor y alegría en los ojos.

 

Relato incluido en Lapso.