El Autodeterminado Método

Métodos - Eduardo Martos
Métodos – Eduardo Martos

Mi cuñado es un inútil. Le habían roto la moto a su novia y no era capaz de defenderla. Casi le pidió disculpas al imbécil que había destrozado el cristal. El caso es que había que llevar la moto a arreglar, y como siempre le tocó al abuelo. Fuimos con él mi hermana pequeña y yo.

Era una tienda del centro, una de esas pequeñas tiendas que están ahí desde siempre, que huelen a antiguo y cuyo dueño parece saberlo todo de casi todo. Parecía cualquier cosa menos una cristalería, incluso una tienda de antigüedades. El mostrador estaba al fondo, iluminado por una tenue lamparita de luz cálida. A la derecha conforme se entraba por el estrecho pasillo, una escalera que conducía al segundo piso. Casi todo era de madera; nada del metal de los modernos.

El dueño nos atendió con amabilidad. Mi hermana lo miraba con los ojos muy abiertos. El abuelo le explicó lo del cristal de la moto, y el dueño, que sería de su misma edad, sonrió y dijo algo de los jóvenes, uno de esos comentarios que sólo resultan graciosos a los viejos, porque mi abuelo asintió sonriendo.

—La reparación —dijo— será muy sencilla.

El abuelo y yo nos extrañamos porque no había visto la moto. Pareció darse y cuenta y añadió que no importaba el modelo, todas las reparaciones eran la misma. Mientras hablaba, sacó un libro de la estantería que tenía detrás, un libro pequeño y polvoriento titulado Métodos. Se puso unas gafas de leer y lo abrió por una página que parecía conocer bien.

—El autodeterminado método —dijo—. Un antiguo sistema ideado por matemáticos de la Antigüedad capaz de resolver cualquier problema.

Nos miramos sorprendidos. Mi hermana seguía con los ojos fijos en el cristalero, que acababa de sacar una regla y un montón de palillos de madera. Mi asombro aumentó cuando empezó a colocar los palillos como si de un juego se tratase. Llevábamos un rato mirándolo, y ya empezaba a pensar que al hombre le faltaba una tuerca cuando, de pronto, tiró de dos palillos colocados en los extremos, y el resto dibujó el contorno exacto del cristal de la moto. A mi hermana le pareció magia. Yo no sabía qué pensar. Entonces el cristalero nos indicó que debíamos ayudarlo. Mi abuelo se mostró dispuesto y empezó a colocar palillos con él. Mi hermana y yo no participamos en ese extraño ritual. A los pocos minutos, la expresión de mi abuelo había cambiado notablemente. Parecía no estar viendo los palillos ni la tienda ni a nosotros, sino otra cosa.

El cristal de la moto empezó a surgir de la nada, justo entre los palillos. Mi abuelo se había detenido pero seguía fijo en los palillos. El cristalero dijo que tenía que subir a por algo. Entonces mi abuelo dio un suspiro y dijo, mirando al infinito, que había entendido el autodeterminado método. Al instante siguiente salió corriendo hacia la calle. Traté de seguirlo pero, cuando crucé la puerta, ya no estaba, parecía haberse perdido entre la gente que cruzaba hacia las dos enormes alas de la biblioteca del Sur. Subí a toda prisa para avisar al cristalero. En el segundo piso encontré libros, muchos libros de matemáticas y extraños sistemas, pero a ningún cristalero y ninguna salida posible.

A mi hermana le contamos alguna historia de niños que la ayudó a superar la pérdida del abuelo. Al fin y al cabo era muy pequeña. A mí nadie me explicó nada. Nadie me dijo por qué sobre la mesa de la cristalería sólo estaba la visera de la moto. Sólo eso y ningún libro de métodos antiguos.

 

Relato incluido en Lapso.