Es día 25. Puigdemont contempla el frío paisaje belga desde su escritorio. Llaman a la puerta. Le ha llegado una carta. El remitente es M. Rajoy. Intentando aparentar tranquilidad, la abre mientras se traga la impaciencia. Es un texto breve:
Apreciado Carles:
Soy consciente de estar saltándome todos los protocolos, puede que incluso las leyes, y por supuesto, poniendo en riesgo la estabilidad de mi Gobierno. También quiero que sepas que sigo pensando que estás equivocado y que tienes que dar explicaciones por tus hechos.
Pero en estas fechas tan señaladas, no puedo evitar sentir una profunda desazón por el escenario que se os presenta a los fugados y a los presos. Políticos presos, no presos políticos, porque no es lo mismo que estar preso por la opinión política, que estar preso porque los vecinos del alcalde opinen que el alcalde tiene que apresar a los políticos de los vecinos.
En fin, lo que quiero decir, en román paladino, es que voy a haceros un regalo de Navidad. El precio que voy a tener que pagar es muy alto: mi cabeza como Presidente. Solo te pido que confíes en mí: el regalo solo os lo puedo entregar en España.
Atentamente M. Rajoy
Y pese a todo, hay algo en las palabras de su adversario que le insuflan ánimo. Es todo tan surrealista que parece auténtico.
Sin consultar con sus abogados, reúne a los miembros del Govern en el exilio, como él los denomina, y los convence para acompañarlo, no sin alguna protesta por parte de los exconsejeros. «Volvemos a Catalunya, algo grandioso nos espera» es una frase demasiado grandilocuente incluso para Puigdemont. Tampoco hay ninguna pista en la prensa. Pero su imán mesiánico los atrapa y se dejan llevar.
Todos se apresuran para hacer las maletas y atravesar Francia de vuelta a casa. Van en coche, esta vez con menos prisa pero quizá con más inquietud. En Francia no tienen problemas. No los detiene nadie. Es como si los estuvieran dejando pasar. Justo cuando entran en España, un coche de la Guardia Civil les da el alto. «¿Lo veis?», «¡Os lo dije!», «¡Ya nos tienen!» son las respuestas más repetidas. El agente le pide al conductor del coche donde va Puigdemont que baje la ventanilla.
—Señor Puigdemont -le dice con una sonrisa-, pueden ustedes continuar hasta el Palau. Nosotros los escoltaremos. —Si estuviéramos detenidos, no nos llevarían al Palau, ¿verdad?—pregunta Meritxell Borràs. Nadie le responde.
Cuando van llegando a Sant Jaume, comprueban nerviosos que los mossos tienen la plaza acordonada y está desierta. Soraya Sáenz de Santamaría los espera en la entrada. Puigdemont se baja del coche sin saber qué hacer ni decir.
—Bienvenidos a casa -dice Soraya entre dientes, como si se viera obligada a ello, y le tiende la mano a Puigdemont, que se la estrecha aún más confuso.
Los acompaña a una sala sin ventanas, y les ruega que permanezcan allí durante algunos minutos. También les pide que le entreguen sus móviles. Antes de que nadie se queje, Puigdemont despeja las dudas:
—Hacedlo, por favor. Yo asumo las consecuencias.
La espera se prolonga durante más de una hora, pero nadie puede salir salvo para ir al baño y con escolta. Los ánimos se caldean por minutos.
—¡Estamos detenidos ilegalmente! —Esto parece un secuestro.
De pronto, se abre la puerta y aparece Rajoy con una sonrisa templada. Los saluda uno a uno, dejando a Puigdemont para el final. Cuando le estrecha la mano, le dice:
—Vaya la que me habéis montado… Pero hoy no estamos aquí para discutir. Voy a daros vuestro regalo.
Salen de la habitación y allí están Junqueras, los Jordis y todos los demás.
—Te los he traído a casi todos —se excusa Rajoy—, menos a Santi Vila, que no ha querido venir. Te puedo prestar a alguien si te hace falta.
Sin darles tiempo siquiera para saludarse, Rajoy los conduce al balcón que da a Sant Jaume. Nada más asomar la cabeza, son aclamados por una multitud enardecida. Claman gritos de «libertad», «independencia» y «President».
Puigdemont se gira hacia Rajoy.
—¿Pero qué es esto?
Rajoy le responde enseñándole la portada de Avui en el móvil: Independencia por un día, titula a toda página.
—¿Por un día? ¡Cómo te atreves!—le reprende.
—Es más de lo que tú les diste, y es todo lo que yo te puedo regalar. Si lo haces bien, quién sabe…
Junqueras le apremia:
—Carles, hay que aprovechar la ocasión. Pongámonos manos a la obra y demostremos que se puede.
—Un momento—lo detiene Puigdemont—. ¿De dónde sale todo esto, Mariano?
—Pues verás, resulta que el otro día vi Los fantasmas atacan al jefe y se me movió algo dentro. Me identifiqué con Bill Murray y pensé que no he sido un buen jefe.
—Tú no eres mi jefe—zanja Puigdemont—. Pero gracias por la oportunidad.
Puigdemont se convierte en trending topic, y durante las horas siguientes, todo se sucede de manera frenética: ruedas de prensa, reuniones por videoconferencia con líderes extranjeros, aprobación de decretos urgentes. Los titulares de prensa se suceden sin descanso y todo el mundo busca a Rajoy, que se ha refugiado en una ubicación secreta y solo responde a través de plasma.
Cuando llega la noche, todos se dan cuenta de que no pueden hacer nada más, y deciden celebrarlo en el propio Palau. El júbilo y las risas se prolongan hasta la madrugada, como fantasmas alargados por la luz de la independencia.
Puigdemont se despierta sobresaltado. Es día 26 de diciembre de 2017. Recuerda con nitidez el primer día de independencia, todas las acciones del Govern durante esa jornada memorable, todas las palabras que pasarán a la historia… Pero de pronto, en medio de la oscuridad que lo rodea, se pregunta si ha sido real o solamente un sueño.