Siempre he recelado de esas moscas de la fruta. De lejos no parecen gran cosa, pero cuando las miras más de cerca, puedes notar cómo te observan con esos ojitos rojos inexpugnables. Y se quedan quietas, sin asustarse, como si supieran que sólo te mueve la curiosidad y no otro instinto que sería letal para ellas. Su forma de volar me ha llevado a pensar que me vigilan. Se posan en una pared, luego en otra, luego pasan cerca de mi cara, pero siempre mirando, siempre atentas. Ahora mismo hay una revoloteando alrededor. Aunque me provocan cierta repugnancia irracional, no soy capaz de matarlas, como si fueran algo más que insectos, como si albergaran una conciencia superior. Sigue volando y de pronto lo veo. De refilón, muy deprisa, como si alguien hubiera pulsado un botón equivocado sin darse cuenta, en mi televisor aparece mi cabeza deformada y vista desde arriba, justo por donde está volando la mosca en ese momento. Con habilidad sobrehumana esquiva mi manotazo y escapa por un conducto de ventilación, dejándome en la sala con el incómodo zumbido del silencio repentino.
Microrrelato incluido en Lapso.