Hace un rato has recibido un sobre con algunos manuscritos. Es raro que alguien envíe manuscritos hoy en día. Los escritores suelen enviarte copias digitales que borras casi de inmediato. La lectura se ha convertido en un hábito escaso, y la escritura se resiente en consecuencia. El sobre no tiene remite. Incluye un puñado de relatos breves. También hay una carta que has apartado para después. Del primer relato, sin título, parece que sólo hay un fragmento:
«Las tardes siempre pasan rozando el sucio espejo que cuelga de la pared y se mueve con el viento. Ahí estoy atrapado por algo que apenas me permite moverme. El ambiente se ha vuelto lento y mi figura demasiado hierática.
»De vez en cuando la recuerdo; recuerdo su forma de andar, de moverse y sonreír… ¡Oh! ¿Qué desgracia me conserva con vida y no me concede la muerte?
»El polvo se acumula sobre mis manos cansadas y estas canas que me rozan la frente. Los días pasan y no quiero moverme, como la comida y el agua no quieren venir a mí. Tan sólo deslizo la mano sobre las hojas y escribo frases apagadas.
»Ya ni siquiera encuentro distracción en la escritura, y mucho menos en la efímera vida. La habitación es conocida hasta la desesperación y los nombres que trae a mi recuerdo quedan muy lejos de mi situación actual. Tan sólo quiero viajar hacia ella…»
Si fuera una autobiografía, podría tener cierto interés, pero como un fragmento de una historia bastante típica, deja mucho que desear. Sin embargo, algo te impide arrugar el papel y tirarlo a la papelera. Un impulso muy profundo te instiga a seguir leyendo. En condiciones normales, los títulos de esos relatos provocarían que ni siquiera te molestaras en pasear la vista por la primera línea. Pero mecánicamente (y no sin cierto placer ajeno) empiezas a leer y descubres que tiene calidad y un estilo original, lo cual ya bastaría para que apostaras por su obra. Pero sabes que no es eso lo que te punza desde dentro. Es algo más. Algo indefinible que nunca antes se había movido en tu interior. Sientes que el tiempo se detiene mientras devoras esos textos fuera de toda clasificación, donde las personas se transforman en notas de una melodía, o hay civilizaciones muy avanzadas cuyos ciudadanos, que mueren si dejan de correr tras una presa, se dan caza sin descanso. Y de pronto ya no hay más. Te gustaría que hubiera más hojas, más locuras en forma de cuento, más material para empezar a trabajar en un libro que revolucionaría la literatura contemporánea, no tanto por la construcción de los argumentos o los personajes que apenas bosqueja, sino por esa capacidad de seducción innata que crece a cada palabra, ese matiz que crea un sello inconfundible, un vehículo de sensaciones que provocan (¿cómo llamarlo?) un instinto de antigüedad. Pero sólo te queda la carta que acompaña este escaso material, y en ella, la esperanza de poder contactar con su autor y concertar una cita. Es una carta muy breve. Será un principiante (nunca te ha gustado la palabra novel) o alguien cansado de sus propios méritos ilusorios.
«Vivo en una decente habitación de alquiler, en una zona apartada de la gran ciudad, como usted, aunque en una época muy anterior a su nacimiento. Una cama deshecha y una mesa con papeles acumulados en un cuidado desorden son mis únicos compañeros desde hace tiempo. Reconozco que las atenciones a mi cuerpo ya no son tan frecuentes como antes. En las horas de sol bajo, apuro mis paseos por esta habitación buscando la inspiración que me abandona sin piedad hasta que decide regresar sin previo aviso.
»Le cuento estos detalles en apariencia insignificantes para que visualice mi situación actual. Es importante que lo haga.
»Soy un escritor fracasado. Fracasado por la sociedad y por la vida. A la sociedad se lo perdono. Estaban incapacitados para entenderme y me dieron la espalda, asustados y altaneros. A la vida no. Ella… Su belleza, su inteligencia, estaban por encima de todos. La vida me cambió y ella se marchó asustada. Me abandonó y nunca tuve la oportunidad de volver a verla…
»¡No se atreva a juzgarme! ¡Usted no me conoce! Pero pronto lo hará.
»Ahora que me ha visto, sabe que no puede parar de leer. Mis palabras ya lo tienen y no lo soltarán hasta que yo quiera. Usted es ahora un cazador de tiempo. Ya no siente más deseo que el de cazar tiempo. No importa lo lejos que esté. Va a seguir cazando tiempo hasta que llegue a mí, a esta habitación, a este preciso instante, para que yo me reúna por fin con ella.»
Así es. Te tienen. Intentas desviar la mirada pero no puedes. Tu voluntad es apenas un quejido ahogado que suena a lo lejos. La luz de la tarde se derrama sin prisa en tu habitación y te deja entrever que ya no estás ahí. No eres más que una serie de palabras que, como la melodía de su relato, flotan en la nada. Palabras que viajan hacia el pasado hasta que él, en su espera minuciosa, les dé caza y las use para llegar hasta ella. Palabras que son el último vehículo de tiempo vagamente articulado, pieza por pieza, hace miles de años.
Relato incluido en Lapso.
2 comentarios
Y al final, todos nos sentimos atrapados por las palabras…. o nos dejamos arrastrar por ellas, o nos ahogan, o….
Enhorabuena, Eduardo, por las tuyas 😉
¿Hasta qué punto seremos o no palabras? Gracias a ti por leerme, querida Xenia.