Yo no me despedí de ninguno de mis abuelos. Se fueron yendo en silencio, entre las sombras.
Por eso, supongo, ayer soñé con mi abuelo Fermín. Estábamos en su antigua casa, la que para mí siempre fue la casa de la abuela, en el zaguán interior. La luz era umbría y tenue como un hasta luego que se sabe adiós. Mi abuelo iba a entrar en su casa, lo que en la simbología de mi sueño significa que se iba para siempre porque esas habitaciones ya no existen. Yo lo detuve no sin algo de congoja y le dije algo que nunca pude decirle, como todas esas cosas que la rutina y el creernos inmortales acaban omitiendo. Le di las gracias por haber sido quien fue, por no haberse roto desde se quedó huérfano con siete años, por haber formado una familia y por haberme dado, indirectamente, la vida que tanto amo.
Creo que en toda mi vida adulta no llegué a abrazarlo. Ayer sí pude hacerlo.