Dolorido aún por el portazo del Parlamento Europeo, Puigdemont se lame la dignidad junto a Comín. Se lamen las dignidades mutuamente en una habitación de hotel, con la luz baja.
Como siempre, Carles se había imaginado la escena de otra forma. Ellos dos entrando en el Parlamento, vitoreados y homenajeados por todos esos demócratas avanzados, y las caras de sus archienemigos rojas de ira. Pero no. El destino vuelve a castigarlo, acaso (piensa él) para endurecerlo aún más, para curtirlo como el Líder-Mesías que el independentismo necesita. Le pide a Comín que lo deje solo un rato:
—Toma, para que te compres algo —mientras le extiende unas monedas.
Sentado a los pies de la cama, Puigdemont urde un plan maestro. A medida que sus conexiones mentales le van revelando la «big picture», su sonrisa va creciendo en su boca y en sus ojos.
—¡Eureka! —grita.
Eureka, piensa, debe de ser una palabra de origen catalán que Arquímedes oiría en algún canto de la época. Se escribiría eureqa y tendría que ver con el pan tumaca, que está la mar de bueno y te hace exclamar cosas así.
Cuando Comín regresa, Carles ya tiene hecha la maleta. Lo mira con solemnidad.
—Nos vamos para Madrid —dice Carles.
—¿Les digo que vayan preparando el maletero? —pregunta Comín.
—No, esta vez vamos a dar la cara.
Carles se sienta al volante. Comín no sabe si sentarse al lado o meterse en el maletero. No quiere que lo detengan, que es una mentirosa. Finalmente, se arma de valor y se sienta junto a Carles. Durante el viaje, Puigdemont no abre la boca. Va mirando al frente con decisión. Se diría que está viendo algo que solo él puede ver, como cuando en Golpe en la Pequeña China se toman ese brebaje extraño que les da confianza en sí mismos. Poco antes de llegar a la frontera con España, detiene el coche en un área de servicio.
—Baja —dice muy serio, casi místico.
Horas después, el coche llega a Madrid. Como no tiene la pegatina preceptiva, no puede acceder a Madrid Central, así que aparca donde puede.
Al bajar del coche, la gente se queda mirándolos con cara de asombro. Ni uno ni otro dicen nada. El sol del mediodía los ilumina de manera especial. Bob Esponja y Patricio. Se han disfrazado de Bob Esponja y Patricio. Un niño se les acerca y les pide un caramelo.
—No tenemos, nen. Hala, hala —dice Puigdemont.
—¡Gilipollas! —lo increpa el niño mientras le patea la espinilla.
—¡Vaya recibimiento! —se queja Comín— ¡Putos españoles!
Con cierta dificultad y sudando la gota gorda, se dirigen a la plaza de la Villa de París.
—Pero Carles —dice Comín—, ahí no es donde tenemos que recoger el acta de eurodiputados.
—Lo sé.
A esas horas, se está desarrollando en el Tribunal Supremo una de las muchas sesiones del famoso juicio del Procés. Ya en la puerta, como es natural, un policía les da el alto.
—Oiga, deténgase.
—Venimos a hablar con el señor Marchena —dice Puigdemont.
—Aquí no pueden entrar, y menos con la cara tapada —dice el agente.
—Pues me la destapo —replica Puigdemont.
Al quitarse el disfraz de Patricio, Puigdemont lleva una careta de Puigdemont— ¡Tú también! —le dice a Comín.
—Vaya, hombre, me han tocado unos graciosos tan temprano —dice el agente—. Identificación, por favor.
—A por ella venimos —dice Puigdemont.
En ese momento, se acercan otros dos agentes que se han percatado de la situación. Sin mediar palabra, Puigdemont desarma a uno de ellos y coge a Comín de rehén.
—¡Quietecitos o me lo cargo!
—¡Carles, coño! —suplica Comín, desconocedor del plan.
Con sumo cuidado, caminan hacia el interior del edificio con todos los agentes apuntándolos y dando órdenes. Conocedor de la ubicación exacta de la Sala de lo Penal, Puigdemont avanza rápidamente. Va gritándole a los policías que se encuentra y encañona con fuerza a Comín, que gime aterrorizado.
—¡No se mueva! —gritan los agentes.
—O me dejan entrar o me lo cargo, ¡que estoy loco! —dice el profeta.
Aprovechando la confusión, Carles consigue entrar en la sala. Las declaraciones se interrumpen y va subiendo el murmullo.
—¡Marchena! —grita Puigdemont— ¡Aquí me tienes!
—Vamos a ver —dice el juez Marchena, en tono sosegado.
En ese momento, Carles se quita la careta de Puigdemont y aparece ante todos Carles Puigdemont. Algunos de sus antiguos compañeros no pueden evitar unas lágrimas de emoción.
—¡Me cago en tu puta madre! —le grita Forcadell de España.
—Mire, Marchena —empieza Puigdemont—, si los libera a todos y me da mi acta de eurodiputado…
—Vamos a ver —corta Marchena de manera tajante—, usted está en busca y captura y se presenta hoy aquí cometiendo un delito…
—¡Yo no soy un delincuente! —exclama Puigdemont.
—Mire —dice Marchena, haciendo una pausa solemne—, cuando yo hable, usted guarda silencio.
—¡Libérelos! —grita Puigdemont.
—No me interrumpa, y por supuesto no intente establecer un debate conmigo. Usted va a bajar el arma ahora mismo, se va a entregar y va a dejar de interrumpir este juicio. De lo contrario, asume usted las consecuencias penales que sus actos puedan acarrear. ¿Me ha entendido?
Puigdemont, Patricio Estrella de hombros para abajo, duda un segundo, titubea, balbucea palabras ininteligibles. Todo el mundo guarda silencio, en espera.
—¿Me ha entendido? —repite Marchena— No estamos aquí para perder el tiempo.
—Pero mire, venimos de muy lejos, estamos cansados y… y… un niño me abrazó el otro día y eso me hizo sentir bien…
—Mire, señor Puigdemont —vuelve a cortar Marchena—, sus sentimientos son muy respetables, pero desde un punto de vista jurídico, no tienen el más mínimo interés. En consecuencia, limítese a actuar como le he indicado por su propio bien y por el de todos los que estamos contemplando esta escena.
Abatido, sin argumentos, Puigdemont deja caer el arma y se arrodilla a cámara lenta. Comín se retira y le escupe en la cara. Forcadell sonríe, consuelo de tontos. Puigdemont, mientras lo esposan, se siente trascendental, como un Sócrates catalán, un mártir a manos de bárbaros que no entienden que él está por encima del bien y del mal, de las instituciones y de la ley. Abandona la sala con la solemnidad de quien escribe la Historia con sus propios actos, al tiempo que un digital publica en portada: «Puigdemont, anulado por la palabra de Marchena».