Un hombre cansado

Al otro lado - Eduardo Martos
Al otro lado – Eduardo Martos

Brevemente, casi sin respiro, se levanta de la mesa. Parece cansado, con razones para estarlo. Se detiene en los detalles: el cristal de la mesa, aún por limpiar (ya lo hará mañana, hoy es demasiado tarde, es de noche y está cansado), las cintas de vídeo que hay que ordenar, el suelo está sucio, la ceniza de la chimenea. Está cansado. Intentando mantenerse en pie, piensa que debe caminar y alcanzar la escalera, y luego superar los escalones, uno por uno, fatigosamente (quizá de dos en dos, pero esto tampoco soluciona gran cosa). El acuario lo distrae; los peces duermen, pero al acercarse parecen revivir con una fuerza inusitada. Se mueven alegremente, luciendo sus colores y sus colas. La pareja de carpas (aunque actúan y viven por separado), el platy, los neones cobre (antes también había neones cardenal y chinos), el botia, siempre tan vago, echado en el suelo, aparentemente muerto, el escalar y el disco, grandes y hermosos rivales. Las carpas se comen las plantas. No puedo tener plantas en el acuario, piensa al cabo de un rato.

Ha conseguido atravesar el salón, desechando la idea de pasar por la cocina para coger un vaso de agua. La cocina está junto al salón, a la izquierda de la escalera. Ahora la escalera, tan inmensa y atroz. Recuerda un fragmento de Julio Cortázar (¿Instrucciones para subir una escalera?) y se divierte analizando metódicamente cada movimiento de su cuerpo. Tiene tiempo de sobra para hacerlo y apenas fuerzas para sorprenderse por ello. El tiempo es energía, piensa. Una de esas extrañas conjeturas que, según su experiencia, sólo entiende él mismo. Sube, uno tras otro, los escalones de la escalera interminable. Éste tiene polvo, el de antes está roto y no me había dado cuenta, tengo que abrillantar éstos de aquí. La pared lo asombra: tiene miles de recovecos debido a la pintura, aplicada con un rulo granulado. Distingue incontables matices distintos y hermosos por lo recóndito de su situación. Un rato después pasa el dedo por encima y siente, muy lentamente, un cosquilleo en los nervios de la yema. Cada relieve le parece un monte y le recuerda los tiempos en que solía escalar cimas imposibles con la energía de un volcán. Eso fue la semana pasada: salió con sus amigos para practicar en la Cueva del Gato. Pero le parece lejano, muy anterior.

Vislumbra ahora el término de la escalera, el último escalón tedioso. Por fin lo deja atrás y comienza a volverse hacia su cuarto. Mientras, observa las fotografías colgadas en la pared. Piensa en el agujero que separa los bultos de pintura, tremendo para ellos, en la alcayata dentro del espiche del ocho, en el marco de madera o de plástico (nunca se ha molestado en averiguarlo), en el vidrio frontal, y por último, en la fotografía de sí mismo con siete u ocho años, en un chalé de Chiclana, con tanta energía en los ojos y en la sonrisa. Otra foto, el mismo análisis minucioso y otra foto de sí mismo recién nacido o con pocos meses, sonriendo. Ya nunca sonríe. Sigue volviéndose hacia su cuarto. Junto a la puerta hay un retrato en carboncillo de sor Ángela de la Cruz (hermana Angelita, como se prefiere en Sevilla), un retrato muy realista y psicológico, un retrato que observa y que seguramente piensa en la pared y el agujero y el espiche y la alcayata y el marco (esta vez de madera y pan de oro) y el vidrio y el papel donde reside sin descanso. El retrato era de su bisabuela. Ella también parece pletórica de energía.

La puerta del cuarto está muy lejos, a un metro por lo menos. Le costará unos minutos llegar. Entra en el cuarto y respira el aire (a él le parece que respira cada molécula por separado) y el polvo acumulado. Las paredes, azules, también son granuladas; grato recuerdo de hace tiempo. La persiana (veneciana, piensa) es verde y polariza la luz de la tarde. Mira el póster del lobo aullando con luna roja y anaranjada, enorme, detrás. Mira el de La Guerra de las Galaxias, el de Cruzcampo, el de una foto de René Burri (nunca le ha gustado el apellido) del Che Guevara, que oculta el Boulevard of broken dreams de Helnwein, y el corcho con el póster-mosaico de un supuesto extraterrestre, varios recortes, el dibujo de La Visión por su hermano y el de un hermoso árbol por su novia. Gira la cabeza con esfuerzo y examina el mueble de la izquierda, lleno de fósiles, libros, cómics, cintas y discos. Enfrente tiene el ordenador y el equipo de música, que ya no usará porque están muy lejos. Intentaría tirar de la cadenita del ventilador de techo pero sabe que no puede alargar la mano hasta esa altura. La cama, al verla, le provoca una gran satisfacción. Es grande y cómoda y caliente. Tiene la sensación de que debería haber dormido desde hace mucho tiempo. Gradualmente advierte que ha pasado un año desde que comenzó a subir las escaleras. No puede sorprenderse por el descubrimiento, no tiene fuerzas. Sólo quiere dormir, descansar, olvidar.

Intenta poner un pie delante (da igual qué pie). Consigue caer sobre la cama, atravesándola de forma lateral. Quiere incorporarse, pero ya sólo puede arrastrar el cuerpo tan pesado, reptar. El tacto de la colcha es agradable; lo siente en la cara y en las manos. Los pulmones están apretados por el peso del cuerpo (está boca abajo) y le cuesta respirar. A ratos se gira un poco hacia la derecha para poner la cabeza en la almohada.

Incontables intentos después ha conseguido una posición más o menos adecuada. Casi no tiene fuerzas para pensar y el sueño se erige como un esfuerzo que rebasa su capacidad. Comienza a pensar que pasará años así, quizá un siglo o dos, hasta que derriben la casa y el golpe de un cascote lo libere. La respiración deja de ser mecánica y tiene que prestarle atención. Aunque quiere morir, no se atreve a suicidarse todavía. Cuando casi roza la inconsciencia, siente que la colcha se mueve bajo su cuerpo; después la manta y las sábanas. Ahora las nota por encima: lo están tapando. Trabajosamente levanta los párpados y mira hacia la puerta. Presiente que los muebles, las cosas que hay sobre ellos, los libros, el suelo, las paredes y el techo, las lámparas y los ventiladores y la escalera, los bultitos de pintura, los marcos y los espiches y las fotos, los peces y su ámbito de vidrio, lo están observando. No lo entiende al principio. Levemente comienza a verse a sí mismo, echado en la cama. Se ve desde muchos ángulos al mismo tiempo, como jamás había podido imaginar. Se ve desde el techo, desde las sábanas, desde…

Arriesgándolo todo en un último esfuerzo, llega a comprender que su energía ha estado pasando a la casa, a ese conjunto, a ese todo, a un ser físico y espiritual que ha sido y es la casa. Siente rejuvenecer sus fuerzas y recupera los recuerdos distantes y asombrosos de otros que, como él, se unieron con los cimientos y las paredes y las cosas y aun con el aire de la casa (ese aire que, abriendo incluso todas las ventanas a la vez, siempre permanece). Poco a poco se va acomodando a su nueva existencia, a sus nuevas capacidades y limitaciones, a sus miembros rígidos o tan flexibles como un folio. El cambio (el lento y penoso cambio) lo alegra como quien ve nacer a un hijo y ha nacido a la vez. Recuerda a sus amigos y siente nostalgia. Sabe que otras personas lo habitarán (habitarán la casa) y tendrá que convivir con ellas en secreto, soportando del mejor grado posible sus manías y su desorden, las mutilaciones que puedan provocarle (es normal, no saben que soy una casa, que estoy vivo). Pero la experiencia de los otros, que ya son él y son la casa, le permitirá sobrellevarlo sin desmoronarse. Entiende que no debe revelar su nueva condición a ningún inquilino y espera que sus tuberías resistan el uso y que la lavadora siga funcionando durante mucho tiempo, porque es una de las partes que más cuesta perder. Se divertirá extraviando temporalmente los objetos ante la perplejidad de sus habitantes. Acaso se compadecerá de sus penas y sentirá su muerte o su mudanza. Imagina las mil formas de su muerte a manos de máquinas humanas o del tiempo, ese artificio divino, esa energía que se fuga y se marcha a otra parte. Pero así se sabe eterno, o al menos perpetuo en otros cuerpos a los que tendrá que acostumbrarse.

Observa su cuerpo. Él es ya la casa y está velando su antiguo cuerpo. Antes de transmigrar para siempre, una sonrisa se esboza en su antiguo rostro.