Las manos del otro

Las manos del otro | FILHIN
Las manos del otro | FILHIN

Quebranto no despliega la brusquedad del momento. Angustia y agonía no son lo bastante ensordecedoras. En todo ese ahogarse y tener que salir a respirar sin voluntad, en todo ese desorden de personas, olores, luces y objetos que le prometían que iba a estar bien, que todo había sido muy rápido, que debía seguir adelante, a ella sólo le quedaban las manos de él. Esas manos gruesas y templadas que hace apenas un rato la acariciaban por dentro, envolviendo todo su ser en silencio. Quiso tanto volver a sentirlas que se imaginó que las suyas no eran ya sino las del otro. Sintió la aspereza de los callos provocados por las cuerdas de la guitarra, la fuerza sólida de esos dedos hábiles, el frío de la primera vez que tocó el mar, de noche, en una cala remota a la que nunca podría volver. Se abrazó como si fuera él quien la abrazaba, cogiéndose los hombros con firmeza. Entonces quiso sentirlo más de cerca, sentir sus brazos, sentir su pecho. Cerró los ojos y se abandonó a sus brazos largos y robustos. Esos brazos que la llevaron a cuestas cuando se desmayó en medio del temporal. Esos brazos que le arrancaban la nada y la devolvían siempre a la vida. Esos brazos. Nadie más que ella sabía que eran sus brazos que la rodeaban sin prisa. Respiró hondo y no fue su pecho el que llenó sino el de él, amplio y vigoroso, lleno de vida por un largo momento efímero. Respiraba como si fuera algo recién aprendido, un hecho prodigioso que le arrancó algunas lágrimas sin saber bien por qué. Respiraba por él, a través de él, rodeada todavía por sus brazos, sostenida por sus manos. Casi no le costó trabajo figurarse sus piernas como columnas de granito, su espalda donde había dormido las horas más felices. Casi no le resultó extraño que las manos del otro enjugaran la última lágrima que rodaba por una mejilla que ya apenas era suya.

 

Microrrelato incluido en Lapso.