La Navidad es cosa de niños

Navidad | FILHIN

«Es cosa de niños», se decía cuando empezaban a surgir los iconos navideños. A sus años, en su soledad, no había sitio para esas ilusiones prefabricadas. Hacía tiempo que aprovechaba su holgada situación económica para pasar las Navidades en alguna ubicación estival. Así se ahorraba el frío y las idioteces del personal. Ya lo tenía casi todo preparado. Billete de avión, hotel, rutas fuera de los circuitos habituales… Pero una carta inesperada lo interrumpió todo.

En el trazo firme pero distraído reconoció, sin leer el remitente, a su hermano mayor. Llevaba años sin saber de él, tantos que ni manejaba una cifra exacta. Sopesó la posibilidad de ignorar la carta y seguir su camino, pero un atisbo de remordimiento, mezclado con la curiosidad, se asomó a su alma. La carta constaba de una sola línea, escrita con un bolígrafo que tendría poca tinta, sin prisa pero con una urgencia subyacente. «Ven cuando puedas. Me gustaría enseñarte algo.» Nada más. Ni un email, ni un teléfono, ni siquiera una explicación que justificara un cambio de planes tras años de silencio. Lo que fuera tenía que ser importante. Su hermano podía ser muchas cosas, pero no era un alarmista.

Despacio, arrastrando su resignación con aplomo, preparó un equipaje muy distinto y empezó a organizar los detalles del viaje. Se dirigía más a una época que a un lugar. Iba directo a su infancia.

Una vez allí, no le costó encontrar la casa de su hermano, y antes de sus padres, donde habían crecido juntos. De camino pasó por lugares de toda la vida y recordó momentos que su memoria habría deformado caprichosamente, pero que volvían a visitarlo con un sabor inconfundible. Carreras en trineo, emboscadas al lechero, rastreo de huellas de alimañas… Estaba ahí, viéndose desde la distancia, sabiendo que los pocos viejos del lugar ya no se acordaban de él y lo miraban como a un forastero. Ese pasar desapercibido siempre ha jugado en su favor. La casa era imponente, más por lo antiguo que por el tamaño. De pequeño sospechaba que la habían edificado exóticas civilizaciones del pasado, y que por carambolas del destino se había ido camuflando entre las construcciones circundantes sin llamar demasiado la atención. En cierto modo era una casa distinta, y a qué negarlo, poco acogedora. Se plantó en el porche y llamó al timbre. Nada pareció moverse dentro. Tras unos minutos volvió a llamar, pero no abrió nadie. Un anciano que estaba apostado en la acera de enfrente le dio una voz. Según le contó, la casa llevaba deshabitada varios meses y nadie sabía nada de su hermano, pero el dueño de la pensión quizá tenía una llave. Era una especie de manitas y solía encargarse de mantener las casas.

Efectivamente había una llave, pero las indagaciones del posadero fueron arduas por su desconfianza natural. «Si me han confiado las llaves de una casa, es por algo», repetía. Por fin se convenció y fueron juntos a abrir la casa.

Habían pasado décadas como podían haber pasado cien años, porque a pesar del polvo, de la escasa luz y de los objetos ajenos, el espíritu de la casa estaba intacto. No le costaba imaginarse correteando con su hermano escaleras arriba, inventando historias de héroes mitológicos, su madre gritando a lo lejos. Sin darse cuenta, el posadero se había ido. Las llaves estaban sobre la mesita del recibidor. Se preguntaba dónde andaría su hermano, por qué no estaba allí para recibirlo. Sacó la carta y la releyó: «Me gustaría enseñarte algo.» ¿Enseñarle qué? ¿O cuándo?

Al fondo del pasillo se veía el despacho de su padre, y todavía se palpaba su presencia en el ambiente. Nunca estaba en casa, y cuando lo hacía, era para imponer su brusca autoridad. La madre, inestable y enferma, rara vez les sirvió de consuelo o de bálsamo ante la violencia paterna. La casa parecía nutrirse de todo ese desorden, de toda la ansiedad contenida, y lo reflejaba en cada fragmento de su materia. En toda la estructura salvo en un pequeño rincón oculto entre la escalera y el desván. Un hueco que sólo ellos conocían y que les proporcionaba refugio cuando se desataba la tempestad. Estaba decorado con adornos navideños que el dueño de la fábrica del pueblo, al tanto de la situación, les regalaba cada año. Entre los dos urdieron un complejo universo en el que cada adorno, cada forma, tenía un significado que evocaba la bondad, la generosidad, el amor. Todo aquello que anhelaban y que sólo podían darse el uno al otro en muy contadas ocasiones.

Subió la escalera sin prisa, como si temiera que el refugio ya no estaría, o que había sido profanado. Al abrir la trampilla y retirar el falso tablón, sintió que regresaba sinceramente a esos pocos momentos felices. Iba recobrando las ficciones, las leyendas, los personajes. El árbol de Navidad, en cuyas ramas ocultaba la sabiduría de todos los duendes; las bolas de colores, planetas y lunas de una galaxia remota y helada; el muérdago, que guardaba secretos que no se decían en voz alta; los villancicos como antiguos conjuros de magia blanca… Y entre invención e invención, cada una de las sonrisas cómplices, los abrazos de caballeros, la lealtad eterna.

Bajó entre abrumado y nuevo. Vagó un rato por las habitaciones hasta que, sin querer, se topó con una respuesta que hubiera preferido desconocer. Una cama deshecha, un gotero, un respirador artificial. Pocas veces una serie de objetos mudos dicen tanto y con tanta fuerza. Se preguntó si su hermano habría estado solo, si en el refugio habría encontrado lo mismo que él acababa de experimentar. Si, de alguna manera, habían vuelto a coincidir en espacios y tiempos disímiles. Supuso que habría dispuesto que la carta se enviara al final, cuando le resultara más sencillo despojarse del rencor y enseñarle lo que ambos habían sepultado.

Entre las ausencias y el silencio atroz, sólo le quedaba un pensamiento, que era más bien una esperanza:

La Navidad es cosa de niños.